Canción 26: Quedarse para vestir santos

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Alicia se encontraba sentada en el sofá, mirando a la nada, mientras sujetaba la taza de su desayuno con las dos manos. Al principio la había sujetado así para entrar en calor, pero después se quedó bastante cómoda en esa postura. Por suerte, sus piernas flexionadas hacia arriba conseguían que la taza se apoyara y no se cayera de golpe al suelo. Porque, a pesar de que su mirada estaba mirando a la nada, por desgracia, su mente estaba llena de ideas que le daban vueltas desde los últimos cuatro días.

Llevaba cuatro días sin saber nada de Alberto y cinco sin tener noticias de Lucas. Por una parte, agradecía que los dos la dejaran tranquila y no la agobiaran para que tomara una decisión, pero, por otro lado, aquel silencio la estresaba. Sabía que los dos estarían pendientes del móvil esperando a que ella dijera algo. Ellos también estaban recibiendo un silencio por su parte, y posiblemente, era más agobiante que el silencio que ella recibía por parte de ellos.

Sabía que tenía que tomar una decisión, que no podía tenerlos en vilo durante toda la vida y que debía ser sincera con los dos. Por el bien de todos. Incluida ella, que se iba a volver loca de pensar tanto.

Llevaba cuatro días en casa pensando, yendo al trabajo a pensar y no durmiendo nada por pensar. El único rato en el que su mente se alejaba de aquellos dos hombres era cuando ayudaba a Vera por las tardes a hacer la mudanza.

Siempre había odiado las mudanzas, pero aquella vez agradecía con toda su alma tener esos ratitos en los que sólo pensaba en si Vera tenía que llevarse una cosa u otra. Lo único malo era que tenía toda la casa llena de cajas.

A veces pensaba en meterse en una de ellas y desaparecer durante un tiempo, así no tendría que decidir, pero también sabía que no podía huir más. Principalmente, porque no podía huir de sí misma.

—Alicia, ¿me estás escuchando? —dijo una voz algo enfadada cerca de ella. Volvió en sí y se encontró con Vera de pie mirándola con cara extrañada.

—No, perdón. ¿Qué decías? —Vera suspiró.

—Madre mía, Ali. Te lo he dicho tres veces... —resopló—. Que si puedes probarte el vestido de novia que tengo que entregar pasado mañana para comprobar que está todo bien.

—Sí, claro —bajó los pies del sofá y dejó la taza sobre la mesa.

—¿Estás enferma o algo? —preguntó Vera alucinando.

—¿Qué dices?

—Que acabas de aceptar a probarte un vestido de novia sin rechistar
—Alicia se encogió de hombros, mientras miraba el vestido blanco tendido sobre el respaldo del sofá.

—No me importa.

—Alucino. ¿Quién eres y qué has hecho con mi amiga? —la morena puso los ojos en blanco y sonrió—. ¿Me estás complaciendo porque me voy de casa?

—No. Voy a seguir dándote por culo toda la vida. No pienses que, porque te vas de aquí, no me vas a tener pegada a tu culo todos los días.

—Me alegro.

—A ver, ¿qué me tengo que probar?

La joven se quitó la sudadera y el pijama para que Vera pudiera colocar el vestido sobre su amiga. Después de un rato intentando colocar todo en su sitio y llenar todo de alfileres para ajustar el vestido al cuerpo de Alicia, Vera se echó hacia atrás para verlo mejor con perspectiva. Pero, entonces, se quedó quieta, mirando a su amiga emocionada.

—¿Y ahora qué te pasa? —le preguntó Alicia sin comprender la imagen de su amiga.

—Joder, tía. ¡Estás increíble! El día de tu boda vas a ser la novia más guapa del mundo.

Veintisiete canciones de desamorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora