Canción 25: Sin plan de huida

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—Gracias por traerme —dijo Alberto desabrochando el cinturón.

—No tienes por qué dármelas.

Alberto se quedó quieto. Debía bajar del coche, pero algo se lo impedía. Sabía que debía hablar, decirle algo y arreglar la amistad que tantos años los había unido.

—Ali, yo... Lo de la otra noche, no debí haber...

—Shh... No —le cortó—. Una de las cosas que me enseñó mi padre antes de morir fue que nunca me arrepintiera de lo que sentía. En aquel momento, te sentiste así y no quiero que te arrepientas de ello.

—Ya, pero yo debí de asegurarme de que tú...

—Alberto, yo no me separé. No fuiste sólo tú.

—¿Entonces? ¿Qué pasa? Si yo no debería arrepentirme y tú tampoco, ¿qué estamos haciendo, Ali? —la joven se tapó la cara con las manos.

—No lo sé y no creo que éste sea el mejor lugar para hablarlo.

—Bien, pues, entonces, sube a casa y lo hablamos.

Alicia se quedó un instante sin aire. No esperaba que el moreno le fuera a proponer aquello. No estaba preparada para tener ningún tipo de conversación porque no sabía qué decirle. La otra noche se había sentido muy bien al besarlo, pero ¡por Dios! era su mejor amigo. Sin embargo, y aunque no tuviera nada claro, sabía que al menos él merecía saber el lío que ella tenía en la cabeza.

—Vale —aceptó.

Los dos se bajaron del coche e hicieron el recorrido hasta la última planta del edificio c en silencio. Una vez llegaron a la casa de Alberto, colgaron los abrigos y Alicia se quitó los tacones para estar más cómoda.

—¿Quieres una copa de vino? —le ofreció él, mientras se quitaba la chaqueta del traje y la corbata y las dejaba sobre una silla.

—Sí, por favor —necesitaba algo de alcohol para sobrevivir a aquel momento.

Alicia observó la casa. Estaba mucho más amueblada de lo que recordaba y, tal y como su amigo le había dicho, había varias cajas en un rincón del salón. Se sentó en el sofá y observó que, sobre la mesa baja que había delante, el moreno había puesto una foto de su sobrina Nasha. Alberto no tardó en aparecer con un par de copas de vino blanco y se sentó al lado de la joven.

—Alberto, yo... —suspiró—. Te quiero pedir perdón por haber desaparecido tan de repente. No merecías que huyera de esa manera, sin darte ningún tipo de explicación y entiendo que estés enfadado.

—No estoy enfadado.

—Bueno, pero estarás hecho un lío. Habrás pensado en las miles de posibilidades por las que me fui y yo no te he aclarado nada. Pero ninguna de ellas fue porque me arrepintiera.

—¿Entonces?

—No sé. Eres mi mejor amigo desde hace décadas y me pilló todo de sopetón. No supe reaccionar y supongo que me agobié. Supongo no, me agobié —afirmó—. Sé que salir corriendo de Segovia no fue la mejor idea del mundo, pero es lo que sentí que tenía que hacer.

—Fui a tu casa para entender qué había pasado, pero no estabas.

—Lo sé, me lo dijo Vera —mintió. No quería que supiera que estaba escondida detrás de una puerta.

—Y llevo estas dos semanas pensando en qué podías sentir, cómo estabas y sobre todo en cómo recuperar tu amistad.

—Alberto, pase lo que pase siempre serás mi amigo, aunque tengamos arrebatos repentinos.

Veintisiete canciones de desamorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora