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   TRISTÁN

  La espera se me hace intensa. Me siento nervioso por enviarle mi ubicación. Ahora, si me busca, me encontrará.

     «Pero, ¿qué has hecho, gilipollas?».

    —¡Puto miedo!

    Me está costando más caro el residuo de lo ocurrido, que el terapeuta al que he abandonado porque odio escuchar sus consejos. ¡Siquiera puedo hacerlos! No creo en los médicos de fácil palabra y órdenes estrictas. «No vas a avanzar si no te lo propones». Veamos. Así también puedo torturarme yo.

    Suena el telefonillo del portón de abajo. Otro respingo. La vida está llena de sobresaltos. «Mi vida está llena de sobresaltos». El teléfono suena a la vez. Es Nahuel.

    —¿Tú no estás en el curro? ¿Por qué coño me molestas? —critico.

    —No estoy tan seguro de dejarte solo. ¿Qué estás haciendo?

    —Responder al telefonillo del portón. Acaban de llamar.

    —¡Tristán, espera! ¡No sabes quién puede ser! Ten cuidado.

    —Sé perfectamente quien es. Si a media noche estoy muerto, recuerda que soy yo quien gana la apuesta.

    —¿Qué quieres decir?

    Finalizo la llamada. Vuelve a sonar por segunda vez. Es insistente. Me muevo hasta allí con mi cuerpo temblando.

    «Es ella. Es ella. Pero no es Estela. A ella no la has llamado»

    Descuelgo despacio. Contesto.

    —¿Sí? —arrastro la S. Los nervios son traicioneros. Y el pánico, todavía más.

    —Soy Natalia —se identifica.

    —¿En serio eres Natalia? —se me ocurre consultar de modo automático.

    —¿Tal vez estás esperando a alguien más? —se sorprende.

    Reflexiono. No. Por supuesto que no.

    —Te abro...

    La escucho exhalar. No parece haberle hecho gracia la situación.

    Me asomo al descansillo sin apartarme de la puerta, por si acaso. Escucho sus pasos ascendiendo. Cuando me encuentro con su rostro, una parte de mí respira hondo. ¡Ni que la conociera lo suficiente para asegurarme de que todo va a ir bien con ella, aquí dentro.

    —Hola. He venido corriendo. Me has asustado. ¿Pasa algo?

   Niego. Debo de parecer idiota. Un tío teniendo un ataque de pánico. ¿Dónde se ha visto semejante cosa?

    Me encojo de hombros.

    —Estoy bien.

    Arruga su graciosa naricilla.

    —Ya veo. —Señala dentro del piso—. ¿Puedo?

    Me quedo durante un breve instante en pausa. Finalmente, la dejo entrar.

    —Gracias —dice, accediendo a mi humilde morada.

    «¡La has cagado, tío!».

    Se queda en mitad del salón, agarrándose las manos delante, nerviosa.

    —Tienes un pisito chulo —me alaba.

    —¿Esperabas una leonera?

    Suelta una risotada.

Déjame amarte (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora