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   NATALIA

  Insisto en entrar con ellos. Con los valientes Mossos d' Escuadra. Aunque tenga que llevar un chaleco antibalas. Aunque exponga mi propia vida. ¡No me importa, si lo salvo! Le fallé, y por ello está en el lugar al que vamos, y que confesó Óscar. ¡Que se pudra en el infierno! Hijo de puta. Porque Tristán lo tiene todo... ¡Pues ahora mismo tendrá todo él, pero todo lo malo! ¡Estoy tan cabreada!

    Voy en el coche de Nahuel. Hemos intentado ir detrás de la policía. A la velocidad que iban, nos fue imposible.

    Cuando llegamos ya estaban arriba. Los pies me tocaban el culo, con un agente gritando detrás de mí que me diera la vuelta. De mí, y de Nahuel, que corre escaleras arriba tirando de mi mano cuando se lo he pedido. No estoy preparada para ver la escena con la que voy a encontrarme. Sin embargo, quiero hacerlo. Quiero estar ahí. Esté con vida, o no.

    —¡He dicho que se detengan! —nos gritan desde detrás ya un par de chicos uniformados.

    «¡Qué no!»

    Nahuel y yo frenamos en seco cuando entramos en la pequeña habitación. Huele horrible a humedad. A humedad y a muerte. No sabría describir el olor. Juro que es asqueroso.

     El cuerpo de Damián yace en el suelo con la cabeza destrozada. No siento angustia porque no lo miro. Me dirijo directamente hacia Tristán, al que ya están atendiendo los paramédicos que llegaron junto a la policía. Ahí sí que me da un vuelco el corazón. Se le había hecho un corte profundo e intencionado en cada una de sus muñecas. De ellas, se había vertido un río de sangre rojo que todavía seguía húmedo. Su sangre había llegado a calar la ropa y parte del colchón. Lo que más me impresiona de la situación es cuando uno de aquellos paramédicos presentes toma su pulso y le dice que no, al otro, retomando el masaje cardíaco, insistiendo.

    Entonces grito:

    —¡Como te mueras, te la cargas!

    Estoy llorando; empapada en lágrimas. Dos agentes nos sujetan a Nahuel y a mí. Él está tan destrozado como yo, ahora mismo.

    —¡Hija de puta! ¡Hija de puta! Hija de puta —repite, como un demente, sujetándose la cabeza. Tirando del pelo.

    No puede morir. Tristán no puede irse al otro mundo cuando por fin ha encontrado la estabilidad deseada.

    —Ella ha huido —dice uno de los hombres de la policía, a otro.

    —Daré aviso para que peinen la zona.

   Me dirijo a ellos, gritando. No he dejado de gritar como una posesa. Son los nervios. La ansiedad que me traiciona. El miedo a perder al amor de mi vida. Y si no sobrevive, quiero que encierren a esa puta de por vida.

    —¡Encontradla! Es una orden —dicto, escupiendo la frase con rabia, tomando el puesto de capitán que no me pertenece.

    Me observan apenados. La locura y la rabia que me hierve por todo esto es la que habla por mí. Pero es lo que quiero. Y es lo que quiere todo el mundo.

    Siguen con el masaje cardíaco. Con la introducción de líquido por vena. De algunas inyecciones más que imagino qué llevarán. O yo qué sé. No soy médico o enfermera. Pero necesito que funcionen. Se esfuerzan para que recupere el pulso. Estabilizarlo para llevárselo con la ambulancia de soporte vital avanzado.

    —¡Tienes que vivir, joder! —grito, aún presa por el policía que no me deja avanzar. ¿Por qué no me suelta? ¡Quiero ir a su lado!

    Deciden llevárselo en cuanto encuentran un hilillo de vida, con la esperanza de llegar a tiempo hasta el hospital y salvarle la vida.

    Nahuel sigue llorando entre gritos de desesperación y golpes de pecho, como una madre que llora la pérdida de su hijo.

    —¡Hija de puta! No me lo arrebates —reza en un balbuceo que casi no se le entiende. Se siente desolado. Nos sentimos derrotados. Casi vencidos en esta batalla. Dependerá de las fuerzas de lucha de Tristán por aguantarse aquí, en el plano corpóreo, para no sentirnos vencidos del todo.

    Lo busco. Lo abrazo.

    —Elisa, tú conduces —digo, porque sé que ella tiene carnet de conducir. Puede tomar su puesto para llevarnos hasta el hospital.

    A los padres de Tristán los han avisado para que acudan al hospital. Se hizo el levantamiento del cadáver de Diego, aunque eso ya no lo vimos.

    Llegamos al hospital. La ambulancia iba a toda leche. No conseguimos ir a su mismo paso, pues Elisa se negaba a que nos detuviera algún agente por el camino y nos demoráramos.

    Entramos por urgencias. Los padres de Tristán ya están allí hablando con la chica de recepción. Su padre, mucho más entero que su madre, pero bastante afectado.

    Me presento formalmente, como puedo, porque mi voz apenas sale.

    —Soy la novia de Tristán. —Abrazo a su madre. Es la que más llora—. Él saldrá de esta. Porque es un terco de primera.

   —En... en eso te doy la... la exclusiva —dice, cómo puede, junto a una sonrisa amarga.

    Nahuel se abraza a su padre. Llora. Llora tan roto, destrozado, que me sabe mal no partirme en dos cuando tengo a su madre llorando sin casi respirar entre mis brazos. Quiero consolarles. Consolarles a todos. Sacar las fuerzas suficientes y asegurarles que su hijo y hermano, el eterno cabezón, saldrá de esta y se terminará la pesadilla.

    Nos informan que han dado con Estela. En su carrera por escapar, un coche la pilló por delante y la mató al instante. Ha sido una muerte terrible. Lo reconozco. Merecida, opino. Hubiera preferido que experimentase el mayor de los dolores, como castigo. Si hay un Dios ahí arriba, ha sido demasiado benévolo con ella para su trágico final, a mi gusto, y después de lo que hizo.

    —Ya está —digo—. Ya se ha hecho justicia. Se lo merecía —parloteo, con la mirada perdida a los que me observan con un dolor inmenso. Pero nada me consuela, ni así. No voy a quedarme tranquila hasta que sepa que Tristán consigue derrotar a la temida muerte.

    Sale el médico, tras muchas horas de quirófano, con gesto cansado y serio. Esto no tiene buena pinta. No soy creyente pero... ¡Dios santo! ¡No nos hagas esto! No me hagas esto. En esas milésimas de segundo, veo mi vida pasar, junto a la suya.

 En esas milésimas de segundo, veo mi vida pasar, junto a la suya

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Déjame amarte (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora