Antonio abrió los ojos de par en par, cuando notó la enorme sonrisa que se dibujó en el rostro de su hijo. No se trataba de esas falsas que daba desde que parecía haberse quedado sin corazón; sino una radiante, llena de vida, y que era capaz de contagiar alegría.
Durante una fracción de segundo, la sangre dejo de correrle por las venas; afortunadamente, sus neuronas comenzaron gritarle eufóricas para que prestara atención ¿Qué era aquello que había provocado tal actitud en Alejandro? El hombre giró sobre sus talones para buscar en la dirección que su hijo veía, y no le fue difícil imaginar de qué se trataba.
No había nada más llamativo que el brillo plateado de aquel cabello.
Alejandro incluso se olvidó por completo de su dolencia en el ojo; de hecho, el mundo a su alrededor le hizo el favor de desaparecer, para dejarlo solo con ella.
¿Cuántas veces había perseguido a mujeres con el cabello plateado, pensando haberla encontrado? Cuatro, cinco... quizás algunas más. Ahora que realmente era ella quien caminaba frente a sus ojos, se sentía como un tonto por haber cometido tales equivocaciones. No había nadie que pudiera igualar esa forma de caminar, era como ver al tigre moviéndose entre simples mortales.
-¿La conoces?
La voz de su padre fue un leve susurro que el viento, amablemente se apiado y llevó hasta sus oídos. Alejandro se sorprendió a sí mismo, al encontrarse molesto por la distracción que represento la pregunta.
-Es prima de Robert...-. Explicó recobrando la compostura. Se sintió extraño. -La conocí la última vez que estuve en San Antonio...
-Ya veo...¿Y no piensas ir a saludarla?-. Antonio señalo en la dirección hacia la cual se dirigía la joven, sin apartar la mirada de su hijo; curioso por su reacción.
Alejandro aun pensaba si sería buena idea hacerlo o no, pero sus pies ya lo estaban llevando hacia ella; lo cual resultó un conflicto ridículo entre mente y cuerpo, teniendo en cuenta que cuando persiguió antes a otras mujeres, pensando en la tigresa, no había dudado ni por un instante. Quizás por qué no eran ella.
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Keyla se detuvo al sentir como un enorme estornudo estaba por atacarla. La picazón en su nariz era igual de estresante que el hecho de no poder respirar; y la sola idea de tener que volver a restregar su pobre aparato respiratorio le hizo querer llorar. Aun le sorprendía la cantidad de mocos que el cuerpo humano puede generar ¿O los muchos que le salían tendrían que ver con que ella se podía convertir en un enorme animal?
Una media sonrisa curvó sus labios ante los absurdos pensamientos, y luego esta se extendió por toda su cara, cuando notó que el estornudo había decidido no aparecer. La tigresa hizo un fallido intento de suspiro, y se llevó de forma inconsciente la mano hasta su nariz. La tenía congelada y tan roja, que seguramente opacaría sin problemas la de Rodolfo el reno.
Entonces algo pasó, y todos sus instintos se pusieron en alerta. Como de costumbre cuando esto ocurría, Key intentó olfatear lo que fuera que le provocaba esta sensación. Pero su esfuerzo fue inútil gracias al resfriado. Ella puso los ojos en blanco por su error, para luego disimuladamente, comenzar a buscar a su alrededor.
Lentamente su mirada fue recorriendo cada espacio, tratando de localizar el peligro que la asechaba; con el corazón latiendo desenfrenado, el aire helado alterando su piel...y la increíble sorpresa de toparse con aquellas piedras ónix.
Sí, su cuerpo se había puesto en alerta; pero definitivamente no era por estar en peligro, sino porque le estaba avisando que su destino regresaba a ella.