CAPITULO XX

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No muy conforme respecto a cómo terminó la discusión esa tarde, Alejandro bajó del auto con un genio de los mil demonios. Claramente no estaba molesto con Keyla... bueno, un poco si, pues era la responsable de su estado... lo que realmente sentía, era un frustración entre las piernas que le estaba dificultando hasta respirar.

Así, en un intento por moverse sin ser muy obvio, se reajusto el saco del traje, y después trató de soltar un poco la pajarita que sentía estaba contribuyendo en su falta de oxigenación. En última instancia, echó una leve mirada hacia la parte baja de su cuerpo, rogando a todos los santos que su estado no fuera tan evidente.

Finalmente, tras diez largos minutos de espera, la tigresa apareció por las puertas del edificio, llamando la atención de todos a su paso.

Envuelta por un simple abrigo blanco, que dejaba al descubierto un hermoso vestido plateado, Keyla caminaba con los hombros descubiertos erguidos, y con un gesto en el rostro capaz de amedrentar al guerrero más experimentado; los tacones de sus zapatos hacían eco por las fuertes pisadas; mientras que el verde de sus ojos brillaba entre las sombras de su maquillaje, con la misma intensidad que la joya sobre su dedo anular izquierdo.

Como si ese conjunto no fuese suficiente por si solo, la luna llena brillaba en el cielo, dejando caer su luz sobre el cabello de la joven, rodeándola así en un halo de misticismo puro, en un duelo de plata contra plata.

En ese instante, miles de cosas ocurrieron en el interior del pobre hombre; empezando por la perdida del habla, un viaje transnacional por parte de sus neuronas hacia el cerebro en sus pantalones, y el súbito descubrimiento de una epifanía: Él, Alejandro Duque, era el chiste personal del destino, o sino porqué se encontraba en esa situación, tratando de unirse a una mujer que exhalaba la palabra inalcanzable por cada poro de su piel...

Lo cual le demostró en sobre manera, pasando a su lado, e ignorándolo como si fuese igual de transparente que el viento que la acariciaba, suplicando por un poco de su atención.

Por su parte, ella sentía como las trompetas que anunciaban su victoria, coreaban sus pasos hasta el auto, ya que al parecer, el esfuerzo titánico que hizo porque su apariencia fuese impecable en cuestión de horas, había funcionado mucho mejor de lo esperado. ¡El hombre estaba sin habla! Y como era la segunda vez en ese día, la vida le supo más dulce que un terrón de azúcar.

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El español se sabía un hombre celoso. Había conocido esa parte suya tras enfrentarse a Robert; sin embargo, ni en sus peores pesadillas había previsto, que un día llegaría a pensar que ese sentimiento no era nada comparado a como se sentía en ese momento...

Su flamante prometida se había vuelto el centro de atención de todas las miradas. En el mismo instante en que cruzaran la puerta de entrada, y tuviese el tino de quitarse el abrigo, no hubo un solo ser humano en ese salón que poseyera el sentido de la vista, que no se girara para verla; y claro, quién podría cuando con el atuendo que había elegido para esa noche, Keyla parecía la versión real de la Reina de las Nieves. La magia en su interior brotaba por su piel, embrujando a todo el incauto que posara sus ojos en ella.

Era hermosa, sí. Se estaba volviendo loco, por supuesto. Quería llevársela lejos, sin lugar a dudas.

Alejandro respiró profundamente para tratar de relajar su cuerpo, pero lo único que logro fue soltar un bufido exasperado; por más que intentaba actuar normal, no era capaz ni de hablar, o al menos no lo fue cuando la vio saliendo del edificio, menos cuando se quitó el abrigo... aunque si le dieron muchas ganas de volver a colocárselo; al final, y debido a su incapacidad para gesticular palabras, ella había ido a pasear sola para socializar, lo cual era el propósito de la bendita velada, y que a Cat People le podría ayudar.

Cazando el DESTINODonde viven las historias. Descúbrelo ahora