XXVI Pirámide

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—Luz-Bel, hijo de Satanás, príncipe de dos imperios..., despierta porque aún, no has muerto —resuena una voz en eco por entre galerías de lo que parece llegarle de todas partes en un mismo tiempo.

El demonio abre los ojos a la densa oscuridad que lo envuelve todo, ni siquiera sus ojos de fuego ahora apagados, capaces de ver en las más profundas tinieblas del Infierno, pueden ver más allá de sí mismo; de hecho, le resulta imposible percibir ningún tipo de sensación en todo su cuerpo. Desaparecidas toda la angustia, miedo, rabia, pasión y cualquier tipo de emociones humanas y demoniacas que hubiera podido sentir con antelación, ni siquiera el recuerdo de haberlo percibido antes, ni el de haber sido con anterioridad a este ahora.

En estos momentos solo posee una cosa, la conciencia de su propio ser, de la existencia de sí mismo en ninguna parte, en ningún lugar; y atrapado en el momento presente ante la ausencia de tiempo pasado, comienza a sentirse liberado de lo sido, de lo caduco, de lo superado, reconfortado en el propio ser.

—Vamos, extranjero. He venido a buscarte para acompañarte y llevarte en el tránsito que han de recorrer todos los mortales después de la muerte hacia una nueva realidad más perfecta... —resuena la misma voz desde la oscuridad, atrayéndole hacia lo desconocido.

—¿Quién eres? —reclama con dificultad para articular palabras el aludido, sumido ahora en el desconcierto y la duda—. ¿Dónde estoy?

—Yo soy Mahaf, el barquero —contesta en tono amable aquel que habla, como si pudiera comprender la angustia de aquel a quien viene a recoger, ya lo ha comprobado incontables veces antes—, y he venido para llevarte en el tránsito hacia el Inframundo, más allá del Infierno y del mundo que conoces. ¡Vamos! Te esperan allí.

Luz hace acopio de fuerzas y con dificultad se pone en pie sobre el vacío que le envuelve, trata de afinar sus ojos pero la oscuridad no le permite ver más allá. Una mano de huesos se extiende desde las sombras ofreciéndosele.

—¡Ven! Salta a este lado —insiste la voz de aquel que dice llamarse Mahaf—. Tenemos que irnos...

Sin pensarlo dos veces, Luz da un pequeño salto sobre la nada, dejándose llevar por la mano que lo agarra con fuerza. Un ligero balanceo de la inestable base donde ha entrado, le obliga a intentar mantener el equilibrio para no caer hacia lo oculto. Poco a poco, va recuperando la visión, y con ella algunas imágenes difusas, sin contorno, que van tomando forma y volumen.

La pequeña y frágil barca sobre la que se encuentra empieza a moverse lentamente, empujada por un esqueleto envuelto en harapos, que con lenta parsimonia utiliza un largo y fino palo introduciéndolo sobre un mar en calma de estrellas que los cubren por completo.

En su lento avanzar, la barca emite pequeñas ondas que van alejándose en el fondo sobre el que se desplazan, dejando ver a Luz algunas imágenes de otras personas que, aunque les resultan conocidas, no puede recordar nada de ellas.

—Será mejor que no mires hacia las aguas del río, podrías marearte, perder el equilibrio y caer en el torbellino del no-tiempo. Eso sería trágico para ti, pues quedarías eternamente atrapado y no podrías regresar nunca más del olvido —avisa el barquero—. Ya estamos llegando...

Con un ligero golpe, la barca se detiene en seco, anunciando que ha llegado a la orilla de algún lugar. El barquero entresaca el palo de las profundidades y extendiéndolo entre sus manos parece hacer una invocación.

—¡Regresa, oh Aken, dios de los muertos! Soy Mahaf y como puedes ver, he llegado al lugar donde habitan los dioses, trayendo conmigo a aquel que había de venir...

Tras decir estas palabras, el barquero hace una señal a Luz para que baje. El pasajero, sin mostrar el más mínimo temor, de un salto abandona la barca para caer sobre un camino dorado que llega a una enorme puerta de piedra en medio de ninguna parte, de entre ella una extraña figura aparece y con paso firme se dirige al demonio.

Luz-Bel IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora