XXVIII Pietrus

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Luz regresa por el mismo portal por el que un día, no hace mucho, salió del Vaticano rumbo a lo desconocido, quizás parezca que ha pasado una eternidad por todo lo que ocurrió en ese tiempo, pero sin embargo tan solo pasaron algunos meses. Todo permanece igual en aquella sala, nada ha cambiado.

Ya en el interior, busca con la mirada al muchacho que permanece sentado en el trono con un hábito de monje y una corona en sus sienes, pesada carga la que reposa sobre su cabeza, pero el joven no parece afectarle y por el contrario, permanece con semblante tranquilo y amable, sus largos y finos cabellos de miel reposan sobre sus hombros y sobre su delicado rostro de porcelana se destaca la marca del número II, que le definen como el máximo regente de un vasto imperio, sus ojos de fuego miran fijamente al recién llegado.

—¿Quién es él, padre? —parece decirse a sí mismo con dulce voz.

«Él es tu padre, de igual manera que lo soy yo, hijo. Porque ambos somos uno», le contesta el aludido en pensamientos, que Luz puede llegar a escuchar.

—Mi nombre es Pietro, Sumo Pontífice de la Teocracia. ¿Y usted es...? —le habla el muchacho con ternura.

—Yo soy Luz-Bel... —trata de componer algunas palabras más, pero se siente embargado por sensaciones que le ahogan desde lo más adentro.

—Bienvenido a nuestra casa, padre —continúa el joven mientras se levanta y a paso lento se dirige hacia el recién llegado—. Es un honor para mí poder conocerlo en persona, quiero agradecerle que nos haya ayudado a vencer a nuestros peores enemigos, siempre estaremos en deuda con usted. —Se detiene frente al demonio mirándole de frente con respeto y admiración.

Luz se siente contrariado, antes de regresar al Vaticano no se detuvo a pensar lo que sería el encuentro con aquel ser que es parte de él y ahora que lo tiene frente a sí, no sabe cómo reaccionar ni que decir. Sombra permanece callado, escondido en el interior del muchacho, atento a la conversación y reacciones de padre e hijo.

—¿Es esa la espada del Sumo Pontífice? —Observa con detenimiento el arma que el recién llegado lleva ceñida a la cintura.

—Sí, lo es...

—Me permite tomarla por un momento —ruega más que pide el nuevo pontífice de la Teología lo que es suyo.

—Por supuesto, es tuya, como podría negarme —acepta Luz mientras desenfunda para entregársela.

El muchacho coge la espada con determinación, sin temor alguno, pero a diferencia de cuando la cogió Luz por primera vez, al muchacho no parece pesarle ni le golpea el inmenso poder que atesora, todo lo contrario, más bien parece liviana en su mano, como hecha a medida.

—¡Guau! Realmente es un arma magnífica... con ella, cualquier guerrero será invencible frente a sus enemigos —comenta emocionado el joven pontífice.

—No, no estoy de acuerdo... —lo rectifica Luz— Por mucho poder que pueda tener un arma, la fuerza y la destreza de la mano que la maneja, la determinación y la claridad de mente del guerrero pondrá en valor su verdadera potencia.

—Eso es cierto —rectifica el muchacho.

Tan absortos permanecen en la conversación que no se dan cuenta que se abre la puerta del salón del trono, entrando la madre del joven rey acompañada de un par de doncellas. Al ver a Luz, la mujer deja escapar de entre sus temblorosas manos una bandeja con comida que trae. Luz la busca con la mirada.

El muchacho sonríe y se aparta de su invitado mientras se dirige con la espada hacia el balcón para asomarse por él, del exterior asciendo un clamor espontáneo al ver aparecer a su guía. En el interior un hombre y una mujer que no pueden dejar de mirarse frente a frente.

Luz-Bel IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora