Capítulo 26

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No me gustan los hombres 

Alan Devley

Era noche y Alan aguardaba sentado en el sofá de su salón la visita de Bernardo mientras jugueteaba con el dije de la cadena colgada en su cuello. Plutón yacía a su lado en el sofá.

Finalmente tendría los portátiles de Pablo y de Chooi, faltaba poco para alcanzar el objetivo.

Acabaría con SPD Sunfil y si lo hiciera bien sería libre.

Nacería de nuevo.

Ya no necesitaría crear un personaje.

Pero había algo más que lo tenía ansioso: Un plan, y Bernardo poesía un papel importante en ello, aunque no lo supiera; Alan no tenía intenciones de contárselo.

Bernardo lo descubriría cuando llegara la hora.

Dejó el móvil sobre la mesita de centro junto a la orquídea artificial y guardó en el bolsillo de su pantalón azul el arma para ejecutar su plan. No escondió la sonrisa mientras abría la puerta y se encontraba con su víctima que llevaba puesta una chaqueta de cuero marrón y pantalones oscuros.

Estaba vestido para morir.

Guió a Bernardo al garaje, entre los dos coches y la moto plateada y comenzaron a tratar de... negocios.

—Los aparatos —Le pidió el profesor y Bernardo le entregó la mochila.

Alan revisó el contenido: portátiles, tablet y algunas carpetas.

—¿Y el dinero, las joyas?

—Me los quedé —Bernardo se encogió de hombros.

A Alan no le interesaba el dinero, había heredado muchos millones de su fallecido padre que seguro se retorcía en el fuego del infierno. El desgraciado era el responsable por separarlo de su madre, por no haberlo permitido ir a su funeral trás la muerte de la pobre estadounidense.

Dimitri, su padre, además de los traumas, de los recuerdos de noches frías atrapado en un cuarto oscuro sin comida como castigo por portarse mal, o de las exhaustivas clases de Karate que lo lastimaban y aunque era un niño le decía que los moretones y heridas servían para hacerlo más fuerte, también le había dejado mucho dinero.

Y eso era la única cosa buena que su padre le había dado. A pesar de que su fortuna vino de la mafia rusa y de negocios ilegales.

El profesor se acercó a su coche negro, que era más grande y espacioso que su lamborguini aventador, abrió la puerta trasera e hizo un gesto con la cabeza para Bernardo se acercara.

Sobre el asiento trasero había una maleta gris con medio millón de dólares.

—Lo que acordamos —murmuró Alan.

Bernardo se asomó al interior del vehículo, abrió la maleta e inhaló el olor del dinero como si se tratara de su fragancia favorita.

Antes de marcharse, Alan lo tomó del brazo y lo acorraló contra la puerta abierta del carro.

—Necesito que me hagas otro favor.

—Desde que me pagues. —alzó la maleta.

Alan le sonrió y alternó la mirada divertida entre los ojos castaños y la boca de Bernardo.

—Te voy a pagar —sus cuerpos se rozaron y sus rostros tan cercas que Alan podía ver los poros que formaban la piel negra de él. Si Bernardo diera un paso para intentar escapar se chocaría con los labios del profesor—. Y te voy a pagar muy bien.

Los dedos de Alan bajaron con lentitud por el brazo de su víctima, apretó su mano y acabó con cualquier distancia física que había entre ellos.

Bernardo no sabía a que estaba jugando, pero le era imposible no seguirlo. Alan emanaba una energía que lo desafiaba a pasar los límites, una energía que lo excitaba, no sexualmente.

Era más allá del físico. Del toque.

Como una disputa psicológica para descubrir quién huiría primero.

Y Bernardo no huía, no aceptaba perder y mucho menos para el hombre que había conquistado su interés romántico: Marian

Que había conseguido lo que él deseaba: enamorarla.

—No voy a follar contigo por dinero. —dijo sin desviar la mirada de los ojos azules.

—¿Lo harás gratis ? —Alan bajó la mirada al cuello de Bernardo.

Él sonrió y negó con la cabeza.

—Seguro lo disfrutarás —susurró el de ojos azules, le besó el cuello y trazó un camino húmedo con su lengua hasta la oreja de su víctima y agregó en tono bajo—: te haría cosas que jamás pensaste en hacer, te daría lo que nunca te dieron y me suplicarás por más... ¿Seguro que no lo quieres?

El roce de su barba provocó cosquillas en Bernardo. Era una broma de mal gusto o eso creía. Acortó más la distancia entre sus rostro al punto de rozar las mejillas y dijo con el aliento acariciando la piel de Alan:

—No me gustan los hombres.

Su plan había transcurrido como lo ideó y ese era el momento perfecto para terminar la primera parte. Sin apartarse y sin abandonar el tono sugerente, Alan le respondió :

—A mí tampoco. —Y clavó la inyección sedativa en el cuello de Bernardo.

Él se desplomó.

Victorioso, lo acostó en el asiento trasero de su coche. Prendió el vehículo y antes de arrancar, con las manos aferradas al volante, dictaminó como si le hablara a alguien:

—Te voy a probar qué es real ... —prendió el auto y agregó—: y voy a terminar con este infierno.

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Yo, mi profesor y el asesino [+18] ✔️BORRADORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora