Capítulo 1

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Anaís

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Anaís

Ante la pérdida de un ser querido, siempre y con el tiempo debemos encontrar un consuelo en su recuerdo, en lo vivido y en como llenaron nuestras vidas, tener esa imagen de su sonrisa es el mayor regalo que nos podemos llegar a hacer, incluso para ese ser que ya no está a nuestro lado. «Papá, siempre serás mi héroe».

Me llamo Anaís y nací hace veintitrés primaveras. Mi madre me abandonó cuando tenía tres años y desde entonces me crio mi superhombre, pero hace ocho meses su corazón dejó de latir, y desde entonces llevo rota arrastrando esos pedazos que quedan de la Anaís de hace unos meses.

Jamás olvidaré recodar al hombre que fue mi héroe durante veintitrés años, él fue mi pilar, mi apoyo, mi vida entera, y ahora que se fue de este mundo creo que me encuentro más sola que nunca, menos yo, más vacía hasta que apareció él, el chico alto, moreno y cabello oscuro que yacía en cubierta de un yate mientras permanecía sentada en el césped de la cafetería donde me había pedido un café para llevar, y deleitaba las vistas que me regalaba aquel lugar, el puerto siempre fue el lugar favorito de mi padre y cuando necesito estar cerca de él, amanezco en este lugar.

Volviendo al chico moreno... ¿Cómo podría describir la perfección hecha hombre? Creo que me quedaría corta si dijera que es «guapísimo, superatractivo, y tremendamente sexy». Sí, por supuesto que me estaría quedando corta.

En realidad, su físico y sus rasgos estimulan muchísimo más que una taza de chocolate caliente en medio de una tormenta en Alaska, o un café bien cargado después de pasar días sin dormir, o cualquier otra estimulación que podría imaginar.

¿Qué está haciendo? ¿Iba a salir a navegar?

¿Qué pasaría si me acercara un poco más para oír la conversación que mantenía con aquel señor de cincuenta y tantos años que lo ayudaba a cargar cajas llenas de «noséqué» en la bodega de aquella impresionante máquina?

En realidad, mi padre me hubiera dicho; «Eso está mal, hija mía, escuchar conversaciones ajenas se considera una invasión de la privacidad del individuo», él era muy correcto en algunos aspectos.

Con discreción me acerco y empiezo a percibir la voz de aquel ser de belleza incalculable hablando en su perfecto español sobre su regreso.

—Estos treinta días que estaré fuera serán diferentes, pero estoy seguro de que me vendrán bien.

—Ojalá y tenga razón, intentaré llevar la empresa según sus órdenes, señor Halcón, pero su ausencia marcará la diferencia de cómo trabaja usted a como lo haré yo.

La saliva dejó de correr mi garganta al presenciar su perfecta y adictiva sonrisa, ya que le acababa de sonreír al hombre que tenía frente a él.

—Lo harás bien, Stephen, confío en ti— añade aun dejando a la vista su perfecta hilera de dientes blancos y casi me muero ahí mismo cuando sus ojos se desviaron hacia la columna de mármol de cuatro metros donde ocultaba mi cuerpo y ha estado a nada de verme.

En un momento dado, ni se me habría ocurrido interesarme en la vida de alguien como lo estaba en la de este desconocido que acababa de ver en un momento donde la soledad y los trozos rotos de mi pobre corazón dependía de un milagro para recuperar un ápice de mis ganas de vivir. El tal señor Halcón, como lo llamó el tipo ese llamado Stephen, despertó en mi ser una necesidad que no creí tener después de perder el último sentimiento que me quedaba.

Ya no me quedaba nada más que una casa que pronto se la llevará el banco, un trabajo que amo pero que no me da para pagar todas mis deudas, y una vida sin muchas expectativas.

Locura, allá voy—me dije al tomar aire y ver como ese hombre que tanto llamó mi atención se marchaba con el tal Stephen y cometí el mayor arrebato de mi vida, me colé en ese barco, detrás de las cajas y garrafas de aguas que había en esa bodega y guardé silencio, subiendo las rodillas al pecho hasta hacerme un ovillo cerrando los ojos y me quedé profundamente dormida.

Kevin

Los mitos de amor son extensos, unos dicen que el «amor es ciego», otros que «el amor te cambia y te convierte en otra persona», hay quienes creen que «amar es sufrir» y sin embargo a mí me dejó sin armas para enfrentarme a una realidad que no creí vivir, una verdad que no supe como digerirla y que simplemente nada iba a cambiar por muy que el amor fuera lo que fuese que era en mi caso. Puse un punto final a alguien que no me quería al menos no como quería que lo hiciera, le di un epílogo a una historia de amor que no era más que una de terror, y gracias a eso me embarqué en mi yate y puse rumbo de treinta días para sanar en medio del océano Atlántico.

Muelle 11:00 A.M ...

Día 1

—Buen viaje, señor Halcón.

Le estreché la mano a mi empleado y bajo la luz del sol, pongo rumbo de navegación.

No sé lo que me depararán estos días en esta travesía oceánica, quizás la extrañe y esa duda me atormentaba aún más que el silencio, pero una cosa tenía claro y es que valgo más de lo que el amor no me quiere ofrecer, porque este no existe, solo son cuentos inventados por románticos en momentos de delirios por la adrenalina causada por alguna ocasión en especial.

Soy Kevin Halcón, y tengo veintinueve años, empresario de una multinacional en expansión y un ser humano que se enamoró de la mujer equivocada. Después de probar una relación, ella decidió que no estaba hecha para el compromiso y ese amor que tanto sentía lo tiró al primer cubo de basura que se encontró y se marchó, no miró atrás y yo me quedé colgado. Y semanas después cuando me vi hundido en una depresión innecesaria, decidí emprender un viaje para sanar, ese era mi único propósito, y aquí estaba, a millas de distancias del puerto de Barcelona bajo el silencio de la soledad y el cielo azul.

En algún lugar del Océano Atlántico. 17:00 P.M ...

Bum...

Ese ruido me alarmó. Me quedé quieto mientras me dirigía a mi camarote.

Bum...

Volvió a sonar y agarré un bate que no sabía qué hacía aquí y me dirigí a la bodega del yate que era donde provenían esos ruidos.

Abro la puerta y me fijo en la mercancía que trasportaba, todo estaba en orden a excepción de dos garrafas de agua potable que se habían caído, suelto el bate e intento recogerlas, pero esa sombra proyectada detrás de esas cajas de cartón hace que retroceda y vuelvo a agarrar el bate de beisbol.

—Seas quien seas, te he descubierto, sal de ahí —ordené y dos segundos después aparece una chica de unos veintitantos que me miraba asustada.

No dije nada, no porque no quisiera, sino que no podía, joder ¿qué hacía esta mujer en mi yate y a solas conmigo?

—Huyo de vosotras—quise gritarle.

Treinta días para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora