Capítulo 13

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Anaís

A veces necesitaba romperme para volver a renacer de mi propio dolor. Y en esta ocasión ese flashback me rompió en mil pedazos, pero gracias a la cercanía de ese desconocido que tenía como compañero de viaje, como amigo de un trayecto que llegaría a su fin, me sentí unida en cuestión de segundos.

—Estoy bien — volví a decir cuando el llanto me abandonó. Desde que me abrazó no dijo nada y supongo que entendió que no necesitaba más que un abrazo suyo.

—Lo sé, sé que eres fuerte y estás bien. Nadie tiene tu fortaleza, rubia.

—No me conoces tan bien, Kevin. También soy débil, a veces llego a serlo demasiado.

Él negó.

—Todos tenemos momentos donde nos sentimos derrotados. Pero tú no te sientes derrotada, solo te sientes débil y no vencida.

Sonreí porque sus palabras me aliviaron a un más.

—¿Quieres hablarlo? — me guiñó un ojo intentando trasmitirme confianza.

—Me gustaría, pero antes prefiero vestirme— él bajó sus preciosos ojos sobre mi cuerpo y se me erizó la piel. Quizás el momento que se dio hace unos segundos hizo que no me viera como realmente estaba exteriormente hablando, y ahora que se lo he recordado se tensó.

Aclaró la garganta y luego se alejó de mí para dejarme intimidad— prepararé un té en cubierta, te espero— añadió abriendo la puerta.

Asentí intentando sonreír, aunque eso era lo que menos me apetecía hacer.

Me miré en el espejo y mis ojos estaban rojizos y la nariz como una bombilla roja encendida. Me puse unos vaqueros y una camiseta básica de color rosa que me conseguí por tres euros. No era de usar cosas caras y menos si me las costeaba otra persona. Así que iba más básica que elegante, pero estaba presentable así que la elegancia no me importaba carecer de ella.

Me peiné el cabello húmedo y lo dejé suelto para que se secara y cuando subí a cubierta lo miré desde unos cuantos centímetros que nos separaban y que él aún no me había visto porque lo tenía de espaldas.

Kevin hacía un palpable esfuerzo por pasar tiempo juntos y no cada uno en su camarote y gracias a eso se merecía mi sinceridad, mi verdad.

Un sordo y nervioso latido se instaló en mi pecho cuando giró su rostro y me descubrió mirándolo.

Dato añadido a la información: estaba babeando por sus huesos mientras pensaba que se merecía mi sinceridad.

—¿Estás mejor? — asentí—, ven, acércate.

Hice lo que me pidió y me recibió con una humeante taza de té con hierbabuena y anís. Lo sé porque amaba el olor de la hierbabuena.

—Qué rico— me llevé la taza para inhalar el aroma que desprendía esa taza que ahora me calentaba los dedos—, amo la hierbabuena, de hecho, mi padre me enseñó a usarlo en alimentos como la sopa o algún que otro glaseado para bizcochos.

Me sonrió y asintió mientras me escuchaba.

—Tendrás que hacerme una de esas recetas porque a mí también me gusta la hierbabuena. — Me obsequia con una sonrisa lenta y seductora y yo contuve el aliento.

«Te prepararé todas las recetas que existan con hierbabuena y si no las hay las inventaré» quise decirle de nuevo, pero silencié esas palabras y solo las escuchaba yo.

—Claro que sí, un día de estos te haré mi receta favorita.

Se llevó la taza a sus labios y tomó un sorbo del líquido caliente sin despegar sus ojos de mí. Estaba esperando a que sacara el tema de antes y la verdad es que no me gustaba mucho andarme con rodeos y más cuando estaba decidida a decirle la verdad, a contarle mi pasado.

Treinta días para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora