Capítulo 2

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Anaís

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Anaís

Ya no aguantaba más, necesitaba usar el baño y por culpa de mi torpeza las garrafas de agua cayeron al suelo.

Sus ojos negros me robaron la capacidad de coordinar mi mente con la lengua. Él estaba en estado de shock, normal, pensará que soy una loca que se escapó del psiquiátrico.
Con una sonrisa torcida me alenté a acercarme un poquito más hasta donde estaba.

—Todo esto es caótico, lo sé— alcé las manos en señal de paz —, pero hay una explicación.

Bajó el bate de béisbol y frunce el ceño. Parecía molesto. Era muchísimo más atractivo de lo que ya era de lejos.

—¿Qué haces aquí?

—¿No quieres saber primero quién soy?

—Eres alguien que no conozco. Así que dime ¿cómo entraste en mi yate y que haces aquí? — espetó tirante.

Con el corazón aporreándome en el pecho, intento pensar para darle una explicación lógica e intentar que no me tire por la borda.

—Esto...Mm... bueno, te vi en el puerto y escuché que ibas a estar en alta mar por treinta días.

—¿Me estuviste espiando? — gruñó y me excité. Me estaba volviendo loca de verdad.

En este momento es cuando mi padre me diría, «te lo dije, escuchar conversaciones ajenas está muy mal y aquí tienes las consecuencias».

Negué.

—No, solo pasé por casualidad y te oí. Sé que pensarás que puedo estar loca o a saber que más puedes imaginar sobre mí, y tienes derecho de hacerlo porque al fin y al cabo no estoy aquí por invitación tuya, pero te aseguro que no soy una persona peligrosa ni mucho menos estoy aquí por algún motivo en especial. —Dije de carrerilla.

Hago una pausa porque estaba perdiendo el norte al tenerlo frente a mí y yo, una chica común y corriente sin nada que destacar estaba siendo visible para un hombre como él.

Vale, se me está yendo la chota por completo, pero estos treinta días me vendrían de lujo para no estar viendo a los del banco cada vez que llaman a mi puerta, o las facturas que voy acumulando sobre la mesa del salón.

—¿Te has colado aquí para tener unas vacaciones gratis? — más que una pregunta parecía una afirmación, pero algo se le escapaba a este bellezón, y es que su físico tuvo mucho que ver en mi decisión inesperada.

Me siento atraída por él como un imán.

—No precisamente— hago una mueca de vergüenza.

—Aclárate — tiene un porte intimidante.

—¿Que tan lejos estamos del puerto?

—Más de seis horas.

—Vale, entonces no podrás volver al muelle porque perderías otras siete horas de vuelta— afirmo haciendo cálculo con los dedos.

Treinta días para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora