Capítulo 7

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Kevin

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Kevin

Puerto deportivo Portoferraio, Toscana ... 20:30 P.M...

A veces era necesario lamerse las heridas y seguir adelante, la vida no debería acabarse porque alguien nos hizo daño en el pasado.
He estado dándole vueltas a lo que me contó Anaís, y siendo sincero creo que, pese a su corta edad, supo sanar de alguna manera sus heridas. Porque si no hubiera sido así no creo que estuviera aquí conmigo, aunque ella diga, piense, que aún no lo haya superado. Y a veces las pesadillas que tenemos por lo que nos pasó son para recordarnos que no debemos bajar la guardia.

Atracamos en el puerto deportivo de Toscana, el «Portoferraio» y Anaís apareció frente a mí.

—¿Qué te ocurre?

—Mm... nada solo que pensé que no hace falta que vaya a comprar nada. Con lo que me dejaste me podré apañar.

Fruncí el ceño.

¿Era tan trasparente con todo el mundo o solo conmigo?, porque en realidad estaba viendo claramente lo que intentaba ocultar y eso me causa una sonrisa la cual disimulo como puedo.

—Mi ropa te queda como un saco de patatas, Anaís una chaqueta térmica e impermeable te hará el viaje más cómodo y sobre todo si se ajusta a tu medida.

Mojó los labios y bajó la mirada.

—¿No llevas dinero encima? Es eso, ¿no?

—Veinte euros no me comprará un buen abrigo, ¿verdad?

Hace unas horas, mis ojos descubrieron el cuerpo que escondía bajo su ropa, mojada por el agua del jacuzzi, hizo que mi entrepierna latiera entre mis pantalones, y me di cuenta lo desesperado que estaba, la forma en la que mi vida había tomado otro rumbo cuando mi cabeza solo pensaba en Kiara, la mujer que no quiso recibir el amor que le ofrecía y que ahora estaba compartiendo mis pensamientos con otra mujer, la que se había colado en el Ángelo.

—¿Y eso? —cuestioné porque supuse que su cartera la llevaba encima y así me lo había confirmado.

Quizás estaba siendo un poco malo con ella en el sentido de que le estaba haciendo que hablara, aunque le costase, pero si iba a estar a mi lado por un mes, quiero que confíe en mí y es lo mínimo que merezco después de cambiar mis planes por su culpa.

—No llevo dinero encima, lo siento. Soy un puto dolor de cabeza, pero ya te digo—alza sus ojos azules y me mira fijamente—soy muy apañada, no necesito mucho para estar cómoda.

—Te dejaré una de mis tarjetas, puedes comprar lo que te haga falta para estar aún más cómoda de lo que podrías llegar a estar con mis dos camisetas.

Esta situación aún me mareaba un poco, pero intento no tambalearme por las circunstancias que llevo viviendo con ella hace más de veinticuatro horas.

Treinta días para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora