Capítulo 9

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Kevin

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Kevin

La última vez que sentí lo que estaba sintiendo ahora mismo al verla solo en braguitas me prometí que nunca más iba a darme la oportunidad de dejar entrar en mi cabeza a nadie más. Solo diversión, solo trabajo y amistad y ahora mismo estaba por romper mi promesa de la cual me sostenía y tirarlo literalmente por la borda y lanzarme sobre esa mujer de los ojos azules que me observaba con disimulo. Vamos una maldita agonía después de haberme levantado empalmado y pensando en Kiara.

Le extendí una de mis tarjetas y ella aceptó después de ponérsela en la mano en contra de su voluntad y se marchó de compras, mientras tanto permanecía en el barco con los del mantenimiento mientras revisaban el motor comprobando que todo estaba en orden y evitar sufrir contratiempos en medio del océano.

Saco mi móvil y lo enciendo por primera vez después de haber zarpado del puerto de Barcelona.

Miré la pantalla y esperaba encontrar un mensaje de ella que me hiciera volver a su lado. Que dejara todo a medias y cogiera el primer avión para estar con ella. Pero como de costumbre ese mensaje no llegó y llamé a Stephen.

—Buenos días, señor— dijo su profunda voz a través del altavoz.

—Buenos días, ¿cómo va la cosa por ahí? — miré hacia el horizonte.

—Como hace dos días, bien, señor. No se preocupe.

—Vale, ayer llegué a Italia y todo va bien, aunque tengo compañía.

Este guardó silencio.

—Una chica se coló en la bodega del Ángelo y ya te puedes imaginar el resto.

—¿Debo preocuparme, señor?

—No, ella es...

¿Cuál era la palabra exacta que merecía que le pusiera a Anaís? Realmente no la conocía tan bien como me gustaría en este preciso momento.

—Ella es diferente, quizás un puto caos, pero no es peligrosa. No es ella... Kiara— pude decir, aunque sentí una piedra en mi garganta.

Stephen era un hombre de cincuenta y dos años y aparte de ser mi empleado, era como un padre, uno que no te juzga, que no te obliga a nada y sobre todo te valora. Todo eso era Stephen.

—Quizás esa chica que se coló en su barco sea mejor que ella, nadie es igual, señor, nadie debería ver en otra persona a otra.

—Dos días creo que aún no son suficientes, Stephen.

—Dos días no son nada, hijo.

Asentí en silencio y él entendió que estaba de acuerdo. Dos días no puedes olvidar a un amor tan sincero como el que siento por Kiara.

—¿Y qué hará con esa joven que ahora lo acompaña en su viaje?

Saqué a Kiara por un momento de mi cabeza y pensé en Anaís.

Treinta días para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora