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Están por llegar a la estación. Ninguno dice nada. En dos minutos se van a quedar sin tiempo, el viaje habrá llegado a su fin. Él le toma la mano sigilosamente. Ella entrelaza sus dedos y le da un apretón. No quieren separarse, pero saben que deben hacerlo. Volver a las responsabilidades reales dentro del castillo, sin una bibliotecaria pelirroja que le diga príncipe con una sonrisa en los ojos. Regresar a los días rodeada de libros y café, sin té ni un joven con heterocromía que la llame bola de nieve y la escucha hablar de las novelas que acaba de terminar. Ambos están nerviosos porque, sin saber que el otro va a hacer lo mismo, en la estación se van a entregar los regalos. No tienen idea de que su compañero está pensando exactamente eso: no quiero olvidar este viaje y no quiero que me olvide.

El tren llega a destino, frenando con una sacudida. Todos empiezan a bajar. Agarrando sus bolsas de regalo o mochilas, las manos de sus hijos o parejas. Cuando el vagón queda vacío, se miran. Un leve asentimiento de cabeza es un acuerdo tácito de que es momento de dejar el transporte. Bajan aún tomados de la mano. El lugar es inmenso y está lleno de gente. Intentando no chocar a nadie se encaminan hacia la salida. A paso tranquilo se alejan de la impresionante fachada de la estación, sus paredes naranjas y el reloj que marca las ocho y diecisiete.

Unas cuadras más adelante él ve un vehículo con las banderas de Astiana en la parte delantera. Deja de caminar. Le toma también la otra mano y la mira de frente. La nariz arrugada por la confusión hace que se le escape una sonrisa.

—Me están esperando, bola de nieve —explica intentando ocultar su tristeza. No puede creer que se siente así por alguien que conoció hace tan solo siete horas, le agarró demasiado cariño a su compañera—. Tengo que irme. ¿Vivís muy lejos?

—Solo a unos minutos. Tomo el autobús y estoy.

—¿Segura? ¿No querés que te alcance? No hay problema, de verdad.

—No te preocupes por mí, príncipe, tenés que volver a casa —dice acariciándole temerosamente la mejilla. Se quedan así por un momento. Ella, perdida en sus ojos dispares y brillantes. Él, disfrutando del delicado contacto de su mano. Interrumpen el silencio hablando al mismo tiempo. Se ríen, avergonzados.

—Tengo algo para darte.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Me dieron ganas de regalarte algo.

—Pero yo voy a regalarte algo porque es tu cumpleaños.

—¿Vos también tenés algo para mí? —inquiere sorprendido y aliviado.

—¿Pensabas que iba a dejar a mi príncipe sin regalo de cumpleaños?

—No hacía falta, bola de nieve.

—Tampoco era necesario que vos me dieras algo y aún así ahora estamos por hacer una especie de intercambio navideño —concluye abriendo su bolso rosa para sacar el regalo. Se lo entregan al otro. Incapaces de esperar comienzan a abrirlos. 

7 Horas Para Conocerte (Él y Ella #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora