25

2.1K 128 11
                                    

Tras la sesión de cine, Damiano me llevó a comer a un lugar escondido en el centro de la ciudad donde tocaban música en directo.

El sol cayó y yo seguía sin creerme todo lo que el italiano estaba haciendo por mí, todo lo que había planeado para mi cumpleaños. Estaba en una nube, de la cual no quería que nadie me bajase nunca.

— Bueno, bella, queda un último lugar que visitar.

— ¿Otro? —miré al italiano—. Te estás pasando. —Me reí.

— Ahora, cuando subamos al coche, te tengo que tapar los ojos. —Me advirtió.

Le miré algo desconcertada, pero no iba a cuestionarle, así que una vez dentro del vehículo, dejé que me pusiera un pañuelo para no ver a dónde nos dirigíamos.

El trayecto fue corto. Damiano apoyó su mano en mi pierda durante los quince minutos de viaje y, cuando noté que apagaba el motor, fui a quitarme el pañuelo, pero el italiano me paró.

— Todavía no.

— ¿Pero hay que bajarse del coche? —pregunté—. Me voy a caer.

— Yo te ayudo.

Al tener los ojos tapados escuchaba todo mucho más. Damiano se bajó y rodeó el coche hasta mi puerta. Una vez en pie me agarró por la cintura, viendo que iba temerosa de tropezar.

— No voy a dejar que te caigas. —Me susurró.

Oía ruído, pero no lograba distinguir lo que era, hasta que escuché un sonido muy característico; estábamos cerca de una feria, la feria de navidad. Sonreí.

— Vale, quieta —El italiano me soltó—. Voy a destaparte los ojos.

Me quitó el pañuelo de los ojos y, ante mí, una oleada de luces de colores y olor a chocolate y dulces. Le abracé.

— Pero no vamos a poder estar mucho —me quedé pensativa—. Aquí habrá mucha gente, te van a reconocer, seguro.

— ¿Tú crees?

Tiró de mí con fuerza y nos adentramos por el arco de la entrada, decorado con un sinfín de luces enroscadas.

Una vez dentro me detuve, mirando hacia qué lado podíamos ir, cuando me di cuenta de que no había nadie, ni un alma. Ninguna familia ni grupos de amigos paseando por las atracciones ni los puestos. Fruncí el ceño girándome hacia Damiano, que se estaba riendo.

— ¿No hay nadie? —me extrañé—. Pero...¿qué hora es?

Fui a mirar el reloj de mi muñeca para averiguar si acaso era demasiado temprano, pero no. Eran las ocho y media de la tarde pasadas y aún así no había nadie en la feria.

— No hay nadie porque la tenemos un par de horas para nosotros solos. —Comunicó el italiano ante mi confusión.

— ¿Cómo que para nosotros solos? —abrí los ojos como platos—. ¿Cómo has...?

— Tengo mis contactos, Alma. —Rió.

— ¿Contactos? Querrás decir dinero —me crucé de brazos—. Dios mío, Damiano, ¿cuánto te has gastado para que cerrasen la feria dos horas? ¡Esto es demasiado! ¡Te has pasado! ¡No merezco todo esto, es...! —Hablaba a trompicones, nerviosa y avergonzada de que se hubiese gastado a saber cuánto dinero en todo aquello, en todo el día, en mí.

— ¿Puedes callarte un momento? —Damiano me cogió por los hombros mientras reía—. No me he gastado dinero, si es lo que te preocupa.

— ¿Entonces?

— Bueno, a cambio de unas cuantas fotos con Vic, Thomas y Ethan por aquí que hicimos el otro día, me han dejado estas dos horas para nosotros.

— ¿De verdad que no te has gastado dinero en esto? —Pregunté, incrédula.

Bed of roses · Damiano DavidDonde viven las historias. Descúbrelo ahora