Cosas de las que no puedo hablar: Iglesia y Samuel.

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Desde que tengo memoria, mi mamá siempre me llevó a la iglesia.

Ella es evangélica al igual que mi abuela y su madre antes que ella. Mi mamá siempre esperó que yo fuese igual. Que tuviera hijos y que ellos siguieran los mismos pasos.

Recuerdo tener que usar vestidos o faldas cada domingo y a veces entre semana si había reunión. De niño recuerdo aburrirme inmensamente cuando el hombre con voz monótona hablaba y nadie podía hacer ruido. Recuerdo asustarme cuando gritaba, nunca entendí por qué lo hacía si estaba usando un micrófono.

Cuando crecí nos cambiamos de iglesia ya que el hombre de voz monótona había engañado a su esposa de adorno. Y eso a mamá no le gustó.

Llegamos a la iglesia del papá de mi tío. Otro hombre con voz monótona, al menos este no gritaba.

Recuerdo haber pensado que Victoria era una niña muy linda, su voz era suave y sus ojos grandes. Cuando se lo comenté a mamá ella dijo que yo también podía ser así de linda si se lo pedía al señor. Pero yo no quería ser lindo ni mucho menos pedírselo al señor, para empezar, ni siquiera sabía qué señor debía ser. ¿El de la voz monótona? "no hija, orando a dios"

Cuando el mundo se volvió más aburrido y las palabras del hombre de voz monótona tenían aun menos sentido, conocí a Catalina. Ella creía con todo su corazón que dios realmente escuchaba todas las oraciones, que respondía de formas extrañas y que podría curar su enfermedad. Yo no creía en eso, pero creía en ella.

Con ella todo era mejor, su risa era tan adictiva que podría haber sido un payaso si eso la hacía feliz.

Recuerdo estar en casa de la mejor amiga de mi abuela. Pasabamos mucho tiempo allí ya que después de la iglesia, los adultos se reunían para hablar sobre lo que sea que haya dicho el hombre con la voz monótona.

En una de esas ocasiones en la que mi mamá obligó a mi papá a ir, los adultos estaban hablando sobre la homosexualidad. Yo tenía diez años y solo había escuchado que era algo terrible. Algo peor que el pecado, un demonio. Una enfermedad.

Por esa razón, cuando aún ni siquiera sabía mi nombre, el miedo me consumía cuando Catalina sonreía y yo sentía lo que se supone debía sentir solo por chicos.

Pero esa tarde mi papá estaba de brazos cruzados en la mesa, y quizás el nunca sepa que ese día yo estaba escuchando. Que ese día cuando dijo "Yo no puedo pensar así, no lo comparto porque yo no nací de esa forma. Pero si alguno de mis hijos sí, yo voy a ser el primero en estar ahí, y jamás podría pensar que es algo malo", quitó de mi todo miedo a amar.

Ese día mi papá me hizo sentir que estaba bien, que no estaba solo. No importa si el hombre con la voz monótona decía que me iría al infierno. Mi papá iría a buscarme y no me dejaría tener miedo nunca más.

En esa casa conocí a Samuel. El hijo de la amiga de mi abuela. Yo no sabía por qué todos los adultos en ese lugar estaban tan obsesionados con cantar las canciones aburridas de la iglesia, pero Samuel era divertido. Él jugaba conmigo y me dejaba usar su computador. Samuel no se enojaba si por accidente desordenaba sus cosas, me dejaba jugar a la pelota (aunque a veces me pegaba en la cara con ella).

Y cuando crecí aún más y mi mamá nos cambió de iglesia porque mi tío trató mal a mi tia y se separaron, Samuel seguía siendo parte de mi vida.

Tenía doce años y mi mundo era un desastre. Mi abuela había muerto de un cancer insostenible por dos años, mi familia estaba distante y fria. Mi hermano me necesitaba más que nunca y me había cambiado de escuela por algo que contaré después.

Recuerdo haber pensado que ya no era un niño, que era un adulto a partir de esa edad. Después de todo, todos me trataban como tal.

El mundo se hizo mas oscuro desde que ya no tenía a mi abuela para enseñarme que también merecía ser cuidado. Olvidé que yo también importaba y el peso de mis nuevas responsabilidades no me dejaban respirar. Ya no quería vivir.

Samuel fue el primero en notar que yo no usaba poleras de manga corta, o que seguía abrigado en verano. Cuando vio mis brazos me tuvo una hora hablando sobre cómo estaba siendo egoista y que en realidad, solo estaba siendo tentado por el diablo y si oraba lo suficiente, sería libre.

Pero las palabras del hombre que gritaba ya no tenían ningún sentido para mi.

En esa iglesia todos parecían mirarme con una mezcla de desaprobación y lástima. Toda mi ropa negra y mi cabello emo. Muchos se acercaban a hablarme y a "hablar en lenguas"

El aire cada vez se volvía más y más pesado.

Mi mamá me apuntó al grupo de danza de la iglesia. Decir que no, no era una opción. Mi mamá estaba cansada de estar decepcionada de mi. Y cuando descubrió mis brazos heridos, decidió que solo dios podía ayudarme.

Tenía que usar tantos vestidos de tantos colores.

Cuando cumplí catorce recuerdo haber visto un video de una persona trans, explicaba cómo fue su proceso de descubrir quién era y todo lo que había pasado para llegar hasta donde estaba. De pronto todo tenía sentido.

Fue como si todas las piezas se hubieran unido. Entendí por qué sentía a las niñas distantes a mi, por qué a pesar de haber aceptado que las chicas también me gustaban, nunca me sentía cómodo con la forma en la que estaba con ellas. Por qué en mi imaginación siempre era un chico y por qué me esforzaba tanto en ser percibido de esa forma.

Pero ahí estaba de nuevo el miedo. Y esta vez papá no podía salvarme.

El hombre que gritaba siempre decía cosas horribles sobre las personas trans, se enorgullecia al contar cómo había sanado a mucha gente de eso. Hacía chistes asquerosos, gritaba sobre lo inmoral y antinatural que todo eso era.

Y yo no podía dejar de odiar cada parte de mi que me hacía diferente al chico que quería ser. Y cada parte de mi que deseaba serlo, que estaba decepcionando a mi mamá.

Samuel estaba ahí, me había prometido que estaría para escucharme cuando sintiera la necesidad de hacerme daño. Por un tiempo fue así, pero cuando conoció a Marcela, y ella decidió que su amistad conmigo no era buena, Samuel se fue y al casarse, su invitación decía que yo no podía ir.

En la iglesia conocí a un chico trans, en ese momento no lo supe, él en ese entonces pensaba que era lesbiana. Yo le dije que soy bisexual y nos hicimos amigos. Eramos nosotros contra el hombre que gritaba.

No estaba solo, no tenía que estarlo.

Pero nada es para siempre, después de tanta insistencia del hombre que grita, mi amigo se fue de la iglesia.

Tenía quince años pero la esposa del hombre que grita me llamó para decirme que debía vestir otra ropa ya que estaba tentando a los hombres al usar pantalón. Sentía tanto asco de mi mismo, de que me miraran, que me estuvieran diciendo eso.

Dos años más tarde, cuando decidí que no podía seguir ocultando y odiando lo que soy, decidí salir del closet.

De la iglesia lo único que obtuve fueron tres exorcismos, que si bien ahora me rio de ello, para un chico de dieciséis que cree que es la única esperanza para que mamá lo acepte, fue algo que no pudo soportar.

Cada tarde en la que el hombre que grita me tuvo ahí, convencido de que estaba endemoniado. Lanzandome aceite, moviéndome fuerte con sus manos en mi cabeza, gritandome en el nombre del Señor que no me hizo bonito.

Cuando habló con mi papá y el no dijo nada. Cuando le decía a mamá que yo no quería cooperar. El silencio de mi mamá. Estar aislado de mi hermano para no contagiarlo, el silencio de papá para evitar peleas, los libros que mi mamá quemó, el amor que me prohibió, la ropa que me quitó, el celular para aislarme, las veces que me dijo que daba asco, que mi abuela estaría decepcionada de mi.

Son cosas de las que si hablo, me quema, a veces no puedo recordarlo. Quize con tantas fuerzas que no fuera real, me dije que no estaba pasando, que no me estaba pasando a mi.

Ahora siento que esto le duele todo el tiempo a una de mis partes. Que cada que sale debe ser enterrada.

Porque esto es algo de lo que no puedo hablar.

Miedo y valentíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora