[ꨄ︎] Distracciones.

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La mañana había llegado a Glasgow a una velocidad vertiginosa, aunque seguramente pienso eso porque no he pegado ojo en toda la noche y ahora estoy malhumorada.

Desde hace una semana, me ha tocado esquivar multiples llamadas de mis padres, que seguramente ya están enterados de lo que me había pasado porque, si Beatrice no se lo había contado ya, se habrán dado cuenta de mi ausencia en la pista al ver la competición en directo por la tele. Me siento culpable por ignorarlos, pero no se cómo lidiar con mis problemas, así que huyo de ellos.

—¡Edith! —una niña me llama, saltando animadamente sobre mí.

Como antes os había comentado, para no morir de hambre, tengo que trabajar y lo mejor que encontré fue cuidadora de niños en una guardería. Era relativamente fácil, pues sólo tenía que leerles cuentos, jugar a juegos, ponerles música o pintar. A veces, salía gravemente perjudicada, pero por lo general, todo suele ir bien.

—Ediiith. —me llama otro niño.

—¡Queremos ver una peli! —sonrío sabiendo que el día de hoy será fácil.

—Está bien, está bien —calmo sus gritos—. Elegid una.

Nos sentamos todos frente a la gran tele y sólo me permito relajarme cuando eligen una de dibujos animados sobre dragones. Suspiró recostándome sobre el asiento. Esta tarde tendré que entrenar en la pista y no sé si me siento preparada. Cuando estoy a punto de dejarme llevar por mis pensamientos, unos golpes insistentes en la puerta me llevan de vuelta al mundo real.

Echo un rápido vistazo a los niños, ninguno parece percatarse de lo que sucede a su alrededor. Más asustada de lo que me gustaría admitir, caminé a paso lento hacia el ruido.

Por la ventana, pude divisar que llovía a cántaros, así que el cielo nublado proyectaba cierta oscuridad dentro de la guardería. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.

Di un brinco cuando volvieron a tocar a la puerta, esta vez, de manera más impaciente. No quiero morir joven, pensé, soy demasiado guapa para eso. Evadiendo una sonrisa ante mis pensamientos, giré del pomo y finalmente, abrí.

La última persona a la que esperaba ver hoy me recibió con una mueca de fastidio que mutó a una gran sonrisa cuando vio mi rostro.

Acompañado de dos niños a cada lado cubiertos por chubasqueros, el chico que me había llamado panda asesino estaba en la puerta de la guardería.

—Darien. —la sorpresa baña mis palabras.

Me hago a un lado para dejarlo pasar cuando compruebo que él, a diferencia de los niños, está empapado por la lluvia. Su dorado cabello se pega a los lados de su frente por la humedad, también su ropa se ajusta a sus músculos perfectamente. Gracias, lluvia.

—Creí que no me abrirías nunca. —se quejó.

—Y yo creí que tampoco te vería nunca más, pero una se puede equivocar. —suelto sin acordarme de que los niños están presentes.

La más pequeña, Milla, arruga su ceño mientras me observa. Viéndola de cerca, no sé cómo he podido ignorar el parecido con su hermano mayor: mismo color de cabello, mismos tono de ojos.

—He venido a dejar a mis hermanos —comenta él—. No sabía que trabajabas aquí.

—Nunca te lo dije —dirijo mi atención a los niños—. Estamos viendo una película, ¿queréis ir?

Ambos asienten, repentinamente tímidos y tras dar una última mirada a Darien y a mí, se marchan de la mano con el resto de infantes.

—Los has traído tarde —tuerzo el gesto—, la jornada empezó hace media hora.

De corazones rotos y otros desastres ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora