Mi pie se enreda con una maldita luz de navidad cuando trato de bajar las escaleras para abrir la puerta. Caigo rodando mientras maldigo a mi madre en voz alta por decorar las casa como si fuéramos de Estados Unidos.
Me pongo de pie y sacudo mis pantalones vaqueros antes de abrir la puerta. Mis esperanzadas decaen cuando compruebo que no es Darien.
—Vaya, no te emociones tanto. —protesta mi padre.
Río suavemente y salto hacia él para darle un fuerte abrazo. Él pierde el equilibrio por un segundo y tiene que apoyarse en su maleta para no caer de bruces al suelo. Cuando nos soltamos, me observa con sospecha.
—¿A quién esperabas?
—¡A nadie!
Rezo internamente para que cambie de tema o me pondré a llorar. Porque Darien no me ha escrito en una semana. No ha venido ni me ha llamado, ni siquiera en la siesta del solsticio de invierno hace dos días. No sé nada de él.
—No te creo.
Me hago a un lado para que pase y deje sus cosas.
—Mamá dice que has llegado tarde —miento para que se olvide del tema—. Te va a regañar.
Él se encoge con una mueca de horror y corre con su maleta hasta el cuarto improvisado que les dejé desde la primera vez que vinieron hace meses. Le pido perdón en silencio, aunque no me siento realmente arrepentida.
Hablar sobre Darien es como arrancarme una uña a propósito o cortarme un brazo con un cuchillo y sin anestesia. Pero la peor parte es que, cada vez que parezco olvidar el tema, mamá aparece para preguntar algo o Bryn me recuerda algún detalle de él. Las quiero mucho a los dos, pero detesto recordarlo. Me duele.
Voy hacia la cocina para prepararlo todo. Pongo el mantel, distribuyo las servilletas, los cubiertos, los vasos... Eso es lo que he estado haciendo esta última semana: manteniéndome ocupada lo máximo posible para no pensar en nada.
No ha sido tarea fácil. La pista está cerrada por navidad y Bryn está teniendo bastantes problemas con su familia por lo que casi que no ha podido salir. He querido llamar a Miley varias veces, pero sé que ella mencionará a Darien en algún punto y yo no sé si podré resistirlo.
Así que he estado limpiando la casa, ordenando, leyendo libros que jamás me han gustado, entre muchas otras cosas.
Papá entra a la cocina con un gran regalo entre sus manos. Lo observo con una ceja alzada.
—¿No vienes abrirlo? —me insta cuando ve que no me muevo.
—Se supone que se debe de abrir mañana por la mañana. A Papá Noel no le ha dado tiempo a venir todavía.
—No seas aburrida, hija.
Río a la vez que bufo, pero tomo su regalo entre mis manos. El paquete en cuestión se trata de una caja envuelta en papel rojo brillante con un lazo encima para decorar. Mi cara empalidece cuando siento algo moverse dentro. La dejo encima de la mesa con algo de pánico.
Mamá ha entrado mientras no miraba y está abrazando a papá. Ambos me miran expectantes.
Cuando abro la tapa, un bicho blanco y peludo me salta a la cara. Chillo y caigo al suelo, asustada.
—¿Qué es?
El bicho en cuestión salta de la mesa a mi regazo mientras lame su patita. Entonces, me percato de que es un gato. Mi padre me ha regalado un gato.
—¿Te gusta? —pregunta ella, observándome con emoción— Tu padre y yo recordamos que de pequeña pedías un gato todo el rato, pero no te dejábamos porque era demasiada responsabilidad.
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De corazones rotos y otros desastres ©
RomansaUna competición, un día de lluvia y un conductor en absoluto prudente es todo lo que se necesita para hacer que salten las chispas del odio..., ¿o quizás del amor? Portada realizada por: @Thera_mis.