Uno.

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La vida solía dar muchas vueltas, ciertamente. Algunas no del todo agradables, como sucedía con aquel estúpido bautizo al que me había obligado a ir para poder «cerrar ese capítulo de mi historia que llevaba inconcluso desde hacía diez años»; Jia había hecho un trabajo impecable y había aparecido en mi despacho, dos días después de decidir aceptar la petición de Mina, con un recibo de la tintorería y afirmando que había encargado un bonito juego en plata (irónico donde lo haya, ¿a que sí?) para los protagonistas del día.

Había decidido que iba a pedirle a mi hermano que me acompañara al evento, ya que no me veía con fuerzas y paciencia suficientes para aguantar a Jia, que era la única que se había presentado como voluntaria. Salí del edificio meditabundo y me dirigí hacia mi coche, sacando en el camino el móvil para hacer una breve llamada.

Escuché los malditos pitidos sucediéndose uno a uno e incluso me tragué por completo su habitual mensaje del buzón de voz; colgué y volví a llamarlo hasta en cinco ocasiones, notando cómo mi humor iba empeorando con cada tono de no contestar que pasaba.

Aparqué diligentemente mi coche en mi planta del garaje y me subí al ascensor recordándome por qué no era una buena idea ir al bautizo; Jia se había encargado de enviarle a Mina una confirmación de mi asistencia y, cuando le había preguntado al respecto, la muy zorra se había encogido de hombros con un aire de misterio y se había largado de mi despacho con una sonrisa triunfal. Marqué el código de acceso en el panel del ascensor y esperé a que aquel cacharro infernal decidiera llegar a mi planta; nada más abrirse las puertas, un olor a mujer me golpeó de lleno...

Por no hablar de las risitas y gemidos que provenían directos de mi habitación.

Mi precioso ático se había visto modificado con el paso del tiempo, ya que mi hermano menor, al comenzar la universidad, había insistido en que compartiéramos piso para «mantener vivo nuestro espíritu de familia». Nuestro padre y su madre, como es obvio, no tuvieron ningún reparo en aceptar su decisión, por lo que un buen día me lo encontré en la puerta de mi casa con una maleta enorme y una sonrisa que, ahora que lo pensaba, me recordaba escalofriantemente a mí.

Salí del ascensor y fui directo hacia la puerta de mi habitación. Por unos segundos saboreé la idea de entrar allí e interrumpir lo que quiera que estuviera pasando ahí dentro, pero me limité a llamar a la puerta y a aclararme la voz.

-¿Thomas? –mi hermano había insistido en que dejara de llamarlo Tommy a los quince años, amenazándome con lanzarme de cabeza al lago de Central Park en pleno invierno. Se había convertido en todo un hombre y mis mayores temores habían aparecido de nuevo-. Thomas, sé que estás ahí dentro. ¿Puedes explicarme por qué cojones no podías cogerme el teléfono, por favor?

Al otro lado de la puerta se escuchó un revuelo y pude distinguir la voz de mi hermano diciéndole a alguien, seguramente alguna chica que había conocido en la universidad y a la que había logrado convencer para que vinieran aquí, que esperara un segundo; la silueta de mi hermano se vio al otro lado y, un segundo después, las puertas se abrían un centímetro para mostrármelo vestido únicamente con unos bóxers.

Le hice un gesto con la cabeza para que saliera al salón y él obedeció en silencio, asegurándose de cerrar la puerta tras su espalda. No pude evitar poner los ojos en blanco ante el evidente recelo que mostraba mi hermano.

-La veré de todos modos –le advertí, con una media sonrisa.

Thomas refunfuñó algo y se dejó caer sobre uno de los sofás. Comprobé qué hora era en mi móvil y después miré a mi hermano, que parecía bastante entretenido mirándose las uñas.

-¿No tendrías que estar en clase en estos precisos momentos? –le pregunté.

Desde que Thomas había empezado la universidad y se había mudado conmigo, padecía el síndrome de «madre-quiero-saberlo-todo» y no paraba de interrogarlo cuando tenía intención de poner un pie fuera de aquella casa y fuera de mi vista; en el fondo yo también creía que lo mío era de psiquiatra, por muchas veces que me lo recordara Thomas, pero no podía evitarlo.

Alpha (Saga Wolf #3.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora