Nueve.

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Me escondí en uno de los callejones que había junto al bloque de edificios donde vivía mi madre y grité a pleno pulmón. El nudo que se había instalado en mi estómago se había convertido en una enorme piedra, manteniéndome clavado en el sitio; sentía todo el cuerpo ardiendo, avisándome de la cercanía de la transformación.

Por delante de mí desfilaron los últimos días que pasé con mi madre, cuando aún no había conseguido transformarme y ella seguía queriéndome, cuando no renegaba de mí; la noche siguiente a mi cumpleaños me desperté empapado en sudor y vomité por mis sábanas favoritas. Mi madre se mostró alarmada y, creyendo que había contraído algún tipo de enfermedad grave, se acercó a toda prisa a mi cama y me pasó las manos sobre la frente. Estaba ardiendo.

El resto del recuerdo era borroso, como si un televisor hubiera perdido la señal; aún podía reconocer entre la espesura del recuerdo la cara de horror de mi madre, el alarido que dio después de verme transformarme y a cómo aferraba a una pequeña Rebecca a su cuerpo, protegiéndola de algo.

Protegiéndola de .

Mi móvil empezó a sonar en el bolsillo de mi pantalón, distrayéndome lo suficiente para que no me entregara por completo a mi lado animal; palpé el interior del bolsillo hasta dar con el aparato. Ahogué un gruñido de frustración cuando comprobé quién me llamaba.

Kasper.

-¿Qué ha sucedido? -pregunté apresuradamente nada más contestar.

Mi Beta soltó un bufido.

-El Consejo se ha enterado de la huida de Rebecca -se me escapó una sonora imprecación-. Nos quedamos sin tiempo y sin ideas, Gaz. Los miembros cazadores del Consejo requieren de inmediato tu presencia; creen que debías haberles informado cuando se produjo la huida. Están muy molestos, no te voy a mentir -añadió.

Le prometí que saldría disparado hacia allí mientras él conseguía algo de tiempo. Volví a meter el teléfono en mi bolsillo y me dirigí apresuradamente hacia mi coche; metí la llave en el contacto pero aún no la giré. Tenía la respiración entrecortada y las manos me temblaban. Di un fuerte golpe al volante mientras dejaba escapar un grito de rabia esperando que eso me hiciera sentir mejor. No funcionó.

No entendía quién podía haber avisado al Consejo. Entonces, aparecido de la nada, un nombre se formó en mi mente: Mina. Le había gritado cuando ella me había llamado antes para informarme que había visto a mi hermana, supuestamente; la había tratado mal y le había dicho que se solucionara ella sus propios problemas.

Además, la madre de una de las mejores amigas de Mina estaba en el Consejo.

Miyako Iwata era una gran influencia dentro del Consejo por sus logros en el tiempo en que fue simplemente una cazadora más. Todo el mundo parecía tener en cuenta lo que decía y, de haber usado esa baza Mina, iba a tener más problemas de los que creía.

Probé a llamar a Mina, pero no me cogió el teléfono. Era posible que tuviera un cabreo monumental por cómo la había tratado, pero ella era incapaz de comprender la tensión a la que estaba sometido; había sobrevivido bastante bien en el mundo de la política sobrenatural siendo Alfa de una de las cinco manadas que conformaban los distintos distritos de Manhattan. Después, todo aquello se había visto ligeramente torcido cuando mi padre anunció su renuncia a mi favor dentro del Consejo; algunos de los miembros, entre los que se encontraba Miyako Iwata, advirtieron que no estaba preparado para ocupar su puesto. Sin embargo, mi padre no cedió; él había creído firmemente que podía hacerlo bien.

Estaba más que claro que, ahora, esos miembros que se habían opuesto a que ocupara el lugar de mi padre dentro del Consejo se estarían relamiendo y frotando las manos ante la oportunidad que les había brindado.

Alpha (Saga Wolf #3.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora