CAPÍTULO 46

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Nunca creí lo fuerte que podía llegar a ser. Nunca había sido consciente de las fuerzas que hallaría en mí cuando me encontrase en una situación de dolor extrema. Gritaba, eso sí, mi voz era la que más estaba sufriendo. La mujer que tenía a mi lado sonreía, siempre sonreía mientras llevaba a cabo esa tortura que me atormentó durante ni sabía el periodo de tiempo exacto. Mi cuerpo estaba casi inerte; lo único que podía controlar eran mi conciencia y las respiraciones, que me brindaban la oportunidad de gritar hasta desgañitarme. La piel de mis brazos había comenzado a enrojecerse y llenarse de puntos muy diminutos, como si se tratase de urticaria. Todo el cuerpo me escocía, me ardía... sabía que no me estaban sacando sangre como la última vez. Me estaban haciendo algo distinto; era como revivir aquella fatídica noche en la que la bomba nuclear me quemó tanto mi cuerpo como mi ser, destrozando todas mis entrañas. Quería rascarme los brazos, las piernas, el torso, el cuello... sentía como si me estuviesen quemando la capa externa de la piel.

De repente, como si Dios hubiese escuchado mi plegaria, la sensación de estar ardiendo y explosionando por dentro desapareció de un plumazo. Cerré los ojos, casi atragantándome a causa de mis lágrimas. Pude respirar con menor dificultad. La mujer me agarró del brazo y me instó a levantarme; sus manos estaban frías al tacto y eso envió una descarga de dolor por todo mi cuerpo. No podía moverme, y la mujer prácticamente me arrastró fuera de la camilla.

Caminé junto a ella hasta la puerta, sintiendo todo mi cuerpo como un saco de plomo. Todo mi mundo estaba ahora bañado en una luz roja, intensa, que me impedía verlo con suficiente claridad.

—Ya hemos terminado. —Me sonrió con falsa cordialidad—. Descansa, mañana te veré de nuevo.

Dos enfermeras entraron en la sala y me agarraron por los brazos, arrastrándome fuera. Quise debatirme... pero me dejé llevar. No tenía apenas control sobre mi cuerpo. Recorría los pasillos casi sin caminar, llevada por las dos jóvenes vestidas de blanco, desdibujando el camino que había hecho desde la sala anterior. Mi cuerpo ya no tenía fuerzas, necesitaba fuego para recuperarme. Aunque no creía que fuese capaz de poder llamarlo a mí.

Y si lo conseguía... quizás ni eso ayudaría.

Ni siquiera mi mente era capaz de mantenerse del todo lúcida en esos momentos. Solo deseaba llegar a mi celda e intentar llenar mi cuerpo con fuego, intentar recuperarme.

Al pasar por delante de unas vitrinas, mi mente estuvo lo suficiente clara para atisbar lo que sucedía al otro lado. Que mi mirada acabase justamente sobre ese cristal, ese y ningún otro, mirando lo que sucedía más allá de él... fue fruto de la casualidad más pura.

Su mirada se cruzó con la mía y, en ese instante, lo vi. Vi también lo que había más allá de las paredes gruesas de hielo que envolvían los corazones de los Cincos, de su corazón congelado en un gran trozo de hielo. Por primera vez desde que lo conocía, una emoción era distinguible en las facciones de Ian cuando levantó sus ojos azules, ahora cargados de un profundo dolor tan afilado como una cuchilla, hacia mí.

Estaba encadenado a una silla y su cuerpo estaba caído hacia delante, como si no tuviese fuerzas ni para erguirse en ella. No hizo nada, ni dijo nada. Solo clavó su mirada en mí, la mirada más pura y sincera que jamás había visto en él. Transmitía tanto dolor que no hacían falta palabras. Me debatí con las pocas fuerzas que tenía, pero no sirvió de nada. Maldije por lo bajo cuando me arrastraron más allá del cristal y volví a ver la pared blanca.

La culpabilidad me golpeó con fuerza en el pecho y sentí que las lágrimas subían hasta mis ojos. Ian estaba ahí por mi culpa. Por tratar de salvarme en la central, porque había sido una imprudente estúpida. Me quedé en un estado de bloqueo hasta que llegué a la habitación, con esa presión en el pecho.

Al menos estaba vivo.

Era el único sentimiento que calmaba mi remordimiento.

Cuando cerraron la puerta tras de sí, un vacío me oprimió el alma. Caí de rodillas al suelo, incapaz de contener más mi peso. Chasqueé los dedos varias veces, temblándome violentamente, intentando llamar al fuego que aún creía que habitaba en mí... pero no vino. Probaba cualquier forma de hacerlo acudir a mí: daba palmadas, chasqueaba los dedos, lo hacía ascender hacia mis manos como Ian me enseñó, todo en vano.

Ese vacío que sentí en mi alma, que se extendió por todo mi ser... comenzó a asustarme.

Fuerza (Saga Renegados #1) [YA EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora