Epílogo I - Una nueva condición

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París era precioso, en especial de noche, cuando la luna brillaba con las estrellas en un espectacular cielo romántico (AL MENOS A SU PARECER).  Solo habían pasado una semana en su casa en Bloomsbury antes de zarpar en un viaje al cuál Penélope no sabía donde sería el destino y casi quiso gritar de alegría al escuchar que se dirigían a Francia. Su viaje de Dover hasta Calais fue una maravilla. Tenían incluso el mejor de los camarotes. Luego París. Penélope estaba encantada con todo lo que veía. Creía que Colin había ido antes a aquella ciudad pero le sorprendió cuando él le dijo que también era su primera vez en París.

Lo había reservado para ella.

Se estaban quedando en una casa para tener más privacidad como recién casados, y no tardó mucho en que Penélope se diera cuenta de que Colin cumplía con todos los pequeños caprichos que a ella se le ocurrían.

Y a ella se le ocurrió que intentara pintarla a la luz de la luna.

Una mala idea.

Penélope se movió nerviosa contra la columna en la que estaba apoyada y se ganó una reprimenda de su marido. —No te muevas. —Colin la miró por encima del caballete. —ya casi he terminado. Debo decir que está bastante bueno. Me gusta. Benedict no es el único artista de la familia.

—Me alegro mucho. -Dijo dando un largo suspiro. —el cuello ya me dolía. Y la espalda.

—Tú querías que te pintara a la luz de la luna —le recordó él entre risas. —Ahora no te quejes si tardo demasiado. Está muy oscuro. Yo solo cumplo con el deseo de mi esposa.

—No me estoy quejando ¿Sabes? Creo que la luna de miel está resultando ser nuestra mejor aventura. Más que escaparnos a robar dulces.

—Me has puesto el listón muy alto —contestó él, todavía concentrado en la pintura. —Aventuras, aventuras y más aventuras. Te daré siempre todas las aventuras que desees. —Dio otra pincelada— ¡Y ya terminé!

Penélope saltó de donde estaba posando y cogió la bata de seda dorada a juego con el camisón que llevaba. Se la echó sobre los hombros y se acercó a Colin para ver el cuadro. Lo miró con una expresión rara, sin saber qué decir. —Ay por Dios.

Él miraba con orgullo su obra, tenía una enorme sonrisa mientras que la expresión de Penélope pasaba de la sorpresa a una más bien inexplicable. —¿Y bien? —preguntó al ver que ella no hacía ningún comentario. —¿Qué te parece?


—Es horrible —dijo.

Colin le pintó la nariz de azul. O más bien, la pintura de los ojos de Penélope se había corrido y le había manchado toda la cara. —Oye, agradece el esfuerzo.

—¡Colin mi nariz está azul!

—Eres una insolente. ¿Es necesario que siempre seas tan sincera? ¿No sabes que debes decir que es maravilloso? Soy tu marido, se supone que tienes que halagarme.  -Contestó él con una risita. —Vamos, no está tan mal.

—¿Ah, sí? —Penélope alzó una ceja y se cruzó de brazos mientras ocultaba una sonrisa. —Déjame pensar, halagar... no me acuerdo. ¿En qué parte de los votos matrimoniales estaba? ¿Después de amar y respetar?

—Sí, exacto. —Dejó la paleta y el pincel a un lado y la abrazó, y los dos terminaron en el cespéd, riéndose.
Colin le quitó la bata y se colocó encima de ella, que reconoció la expresión de su rostro y le rodeó el cuello con los brazos.

—Me temo que somos una pareja muy escandalosa. Los sirvientes de esta villa están convencidos de que somos un par de aventureros. Unos hedonistas. Algo así.

—Y lo somos. Al menos lo de aventureros. Sobre ser hedonista... bueno, puede ser. Amarte siempre ha sido mi mayor placer.

—Lo sé. —Ella le sonrió. —¿No es maravilloso? Te amo.

—Sí que lo es. —Dijo con absoluta seriedad antes de besarla y sonreír. —Te amo.

Penélope le acarició la mejilla con ternura y cerró los ojos disfrutando de aquel abrazo. —Colin... Creo que nada de esto habría pasado si yo no hubiera estado tan loca como para pedirte aquel beso. —le dijo para provocarlo.

—Sí. Fue igual que en ese libro que te gusta leer tanto. Me sedujiste, y yo solo caí a tus pies desde el primer momento en que te vi. 

—No lo sé. Creo que tú me engañaste a mí y me sedujiste primero. Siempre has tenido un "pico de oro".

—¿Y ahora importa? No usé mis encantos contigo, solo fui yo mismo y te traté por lo que eres, un diamante hermoso.

—¿Importa? No... ¿A ti si te importa?

—Ni lo más mínimo, madame. Puedes seducirme siempre que te apetezca. Todo el tiempo. Mi querida Lady Whistledown...

—Eso haré, milord Whistledown, eso haré. Durante el resto de mi vida. Todos los días. No importa cuantos escándalos vayamos a encabezar.

—Dios... Cómo me gusta estar casado —murmuró, y entonces la besó. —De verdad que me encanta.

—Más te vale que te encante. Porque accediste a una condición el día que me dijiste que sí.

—¿Y esa cuál fue?

—Que sería hasta que la muerte nos separe... e incluso la muerte no iba a poder separarnos.

—Y yo acepto todos los días esa condición.

AMOR CON CONDICIONESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora