CAPÍTULO 26

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—¡No séas tramposa! ¡Lo hiciste con las dos manos! —reímos las dos.

Esta tarde se presentaron como otra nueva visita. La idea de Emma fue traer un mazo de cartas españolas para jugar al Chin, entre otras jugadas.

Al momento de hacer oír mi risa, una punzada pequeña se instaló notablemente en la fractura leve. Siseé mientras ponía mi mano en la zona.

—¿Qué te pasa? —preguntó Emma, preocupada.

—Tranquila, solo me dio una punzada ahí. Ya se pasó —relajé.

—Voy a hablar con Nicole, ahora vuelvo —avisa. Asiento.

Se levanta y marca un beso en mi frente, después cruza la puerta. Al rato, vuelve con un vaso y en su otra mano, lo que supongo, con una pastilla.

—Dijo que tomes esto. —Asentí—. ¿Podés tragarla toda o...? —Decidió no seguir agregando y yo arqueé una ceja. Sabemos cuan pervertido sonó—. ¿Podés tragar la pastilla entera o necesitas que parta la pastilla? —formuló con claro cuidado la pregunta.

Solté una risa suave. —Partila, por fa.

Afirmó con la cabeza. Intentó realizar tal acción y llegó a la conclusión de que no podría. Le di la idea de quien la ayudara fuera Nicole, por lo tanto fue con ella y cuando volvió, volvió con la pastilla en dos partes y con el comentario de que ésta la dividió con un cuchillo, ya que ella tampoco pudo.

Cuando la hora de partida de todos llegó, yo tuve sobre mis labios la petición de no querer que se vayan, no comprendí por qué no lo solté si era justo lo que quería, siempre que tengo la oportunidad la desaprovecho, pero al menos realicé gestos que nunca hubiera hecho mi yo de antes: a ambas madres les permití abrazarme y les sonreí agradeciéndoles por aguatarme siempre que la cago, las mismas se rieron; a Emma la tiré hacia a mí para abrazarla con mucha más fuerza, y cuando fingió asombro la amenacé con no volver a hacerlo porque no iba a abrazarla otra vez, entonces decidió callarse; y por último, a Christian, que cuando entró, entró sonriendo con sus comisuras tocando el techo, sí, así de grande era su sonrisa, después tomó mi cara entre sus manos y me dio un beso que duró lo suficiente como para entender que iba a vivir y no a sobrevivir, que al fin conseguiría la paz una vez me marche del hospital.

La noche cayó y la lluvia arrasó. Observé toda la habitación para encontrar algo con que pueda entretenerme, sí podía mirar la televisión, pero buscaba otra cosa, quizás salir a caminar, salir de estas cuatro paredes. Cuando mis ojos caen sobre una mesita a mi costado, veo mi celular y el cargador. ¿Estuvieron ahí siempre? Como sea, lo agarré y lo encendí. Veía millones de mensajes, llamadas, pero todos sus horarios correspondían en el tiempo que me fui de ahí, que me escapé.

Eran menos mensajes que llamadas, pero cada vez que mis ojos lo miraban teniendo en cuenta el horario, lloraban. Mi cabeza me torturaba repitiéndome lo fracasada que terminé por ser en esta vida, que por mi culpa alcanzaron a sufrir lo que tal vez nunca llegaron a pasar, que aunque afuera de este hospital hubiera una familia esperándome a travesar su puerta, yo seguiría siendo la misma persona inservible y desvalorada que siempre fui.

Tapé mi boca porque cada que recordaba esas cosas, mi sollozos no parecían sollozos parecían gritos, alertas de auxilio, una sirena sonando captando la atención de todo el mundo para que vengan en rescate de mis desgarramientos orgánicos; yo solo soltaba todo lo putrefacto que estaba mi cuerpo por dentro, todo lo resquebrajada que estaba mi piel tanto externa como interna; todo esos daños sufridos a causa de muchas personas que siempre les di la posibilidad de tratarme como quisieran, aunque más adelante fui superándolos, todavía los golpes y las palabras sí me dolían, me quemaban, era carne podrida, carne cocinada de tormentos.

Radicalmente oportunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora