Marcada por su pasado y conocida como una Boyevik implacable, Irina ha aprendido a luchar entre las sombras, eliminando sin piedad a aquellos que osan cruzarse en su camino de venganza. Su nombre susurra peligro, pero también una promesa de justicia...
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Recorrí con paso lento los senderos del parque, empapándome de la vida que lo inundaba. El murmullo de las conversaciones, las risas de los niños, el aroma de las flores, el canto de los pájaros... Todo era armonía y belleza. No fue hasta que llegué al centro del parque, donde se alzaba la estatua de uno de los más grandes artistas y poetas de Ucrania: el ilustre Taras Shevchenko, que me detuve. Vanya, solía decir, que Shevchenko había sido uno de los fundadores de la literatura moderna de este país, o cómo él mismo diría, un visionario.
El corto tiempo que llevaba caminando resultaba algo reconfortante, pues me ayudaba a mantener la mente y el cuerpo relajados. Algo necesario antes de cumplir con mi trabajo. De pronto, un agudo llanto infantil llamó mi atención y me acerqué hasta el lugar de donde provenía.
Se trataba de un pequeño de mejillas rosadas y ojos tan claros como la miel. No debía tener más de cinco años de edad pero sus ojos eran vivaces y brillantes a pesar de las lágrimas. Estaba sentado en una de las bancas, y parecía asustado. Se me hizo algo tierno, sobre todo por la manera en qué chupaba su pulgar mientras sostenía una colorida pelota bajo su brazo.
Observé alrededor en busca de sus padres, o alguien que le estuviera acompañando, pero al parecer estaba solo y nadie parecía darse cuenta de su llanto. Decidí acercarme hasta él, solo con la firme intención de calmarlo. Al menos, hasta que alguien viniera en su búsqueda.
Porque si hay algo que odio en esta vida, es ver a un niño sufrir.
—Hola —saludé, de manera casual para no asustarlo mientras me colocaba a su altura—. ¿Por qué lloras? ¿Acaso te has perdido?
Apenas hizo un gesto afirmativo con su cabeza, pero no levantó el rostro. Aunque ya sabía que sus ojos estaban llenos de lágrimas, eso casi me parte el corazón.
—¡Oh, vaya, eso sí que es un problema! Sabes, también estoy algo perdida —confesé para hacerle sentir bien y ganar su confianza—. ¿Te molesta si me siento junto a ti? Es que tengo un poco de miedo y tu pareces un chico valiente —añadí esperando convencerle.
Sus grandes e inocentes ojos me observaron con la ilusión propia de un niño y luego se limpió la nariz. Sin embargo no me dirigió una palabra; en cambio, consintió que me sentara en la banca, lo que me hizo un poco de gracia.
—Gracias —dije al acomodarme a su lado y me miró de soslayo—. Sabes, me llamo Irina.
—Vanya —respondió cabizbajo y sentí una punzada en el pecho.
Primero aquella chica me recordó a Santee y, ahora, este niño con el mismo nombre de mi padre.
¿Qué se supone qué signifique esto?
Habían pasado algunos años, cinco para ser exactos, desde la última vez que escuché su nombre.
Vanya, así le llamaba mi madre, así ordenó que le dijera.