28

30 9 9
                                    

Duncan

«¿Me escucha? Cambio».
Despego los párpados, confundido. La voz de Dios suena profunda y me recuerda a esa peli en la que Morgan Freeman va todo vestido de blanco. Me cuesta moverme como si el cuerpo no fuese mío, así que me limito a parpadear. Todo sigue vagamente iluminado, en especial el escenario delantero, donde la luz de los focos del Mustang se desparrama.
Un nuevo chasquido y ahí está otra vez Morgan Freeman viniendo a por mi alma negra y podrida. No quiero decir que esté decepcionado, pero hubiera preferido un comité infernal si así me recogía alguien vestido de cuero.
«Duncan, le habla el párroco. ¿Me escucha? Si le llega la señal es que sigue aquí y podemos salir a buscarlo. Cambio».
El puto párroco. Es acojonante que no venga Dios mismo a recoger las almas.
«Responda si me oye. Cambio».
Me revuelvo en el asiento tan pronto concluyo que esa voz no está en mi cabeza. Entonces empieza la búsqueda.
Paso entre los asientos hacia la parte trasera con una velocidad vergonzosa, pero cada movimiento parece desgarrarme los músculos. Quedo prácticamente tendido sobre el tapizado del maletero cuando un nuevo chasquido antecede al mensaje y la voz del hombre vuelve a repetir las mismas indicaciones.
—¡Lo oigo! —le grito al aire, notando la voz salir de mi garganta sin mi firmeza habitual. El vaho que desprendo más bien parece mi último aliento de vida—. Lo oigo…
El silencio es aterrador. La mandíbula me duele, tensada por el frío. Llamo al párroco a gritos cuando dejo de recibir transmisión y me arrastro de nuevo al frente para salir del vehículo. El viento me sacude y estoy convencido de que no es por su fuerza sino por la fragilidad de mis huesos. Camino a pasos torpes, sosteniéndome con las uñas de cualquier saliente del coche. Rozo con las rodillas la nieve cuando pierdo el equilibro.
—¿Me oye? Señor Freeman… Morgan… —susurro.
El frío se lleva mis palabras. No hay más chasquidos.
Maldigo en mi cabeza cuando siento que soy incapaz de avanzar un paso más.
«Duncan, ¿me oye? Cambio».
No sé de dónde salen las fuerzas para abrir el maletero. Me arrastro hacia arriba con los codos, convencido de que cada esfuerzo tensa mis músculos más allá de su resistencia actual, como cuerdas de guitarra. Me defiendo a manotazos que duelen hasta el tuétano. Palpo la lona mientras suena mi nombre con un acabado distorsionado y me pregunto si no estaré imaginándome todo esto porque en el fondo no estoy listo para morir.
La malla lateral de mi petate acoge una pieza extraña con las mismas dimensiones de un ladrillo. Cuando lo toco, siento la vibración bajo los dedos.
—¿Me oye? Voy a salir a buscarlo, Duncan. Cambio.
Vuelco la energía que me queda en apretar el botón.
—Ayuda —murmuro. La boca me sabe a sangre cuando una tiritera me recorre.
—Duncan, voy hacia usted. ¿Puede tocar el claxon? Cambio.
No escucho nada y a duras penas soy capaz de respirar.
Mi cuerpo se desploma y el walkie-talkie cae a la nieve. Lo recupero, pero soy incapaz de cerrar los dedos alrededor. Me arrastro mientras la nieve empapa mi ropa, provocando un dolor punzante y abrasador. Disparo el brazo a la desesperada hacia el claxon, que suena chirriante y lejano. Intento alzarme pero el muslo no me responde. No me quedan fuerzas para quejarme. Preparo el puño para una nueva estocada de auxilio cuando la luz de los focos se apaga. El coche no emite ningún sonido. Disparo el brazo con torpeza. El golpe me calambrea un dolor insoportable hasta el hombro, pero nada suena.

Huele a vainilla. En la habitación de al lado, Stella practica al piano.

Anochece en Blue RibbonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora