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Duncan

Tres pasos en el bar son más que suficiente para que todas las miradas del garito se claven en mí. Bajo la vista para comprobar que no me he dejado puesto nada que lleve renos, arbolitos o un inmenso «Merry Xmas» bordado en la pechera y suspiro al comprobar que estoy libre de todo eso. Me quito el gorro de lana que le he robado al moreno para sacudirme el pelo después. El calor aquí dentro es asfixiante, pero reconforta.

Le devuelvo la mirada a cada persona que pillo mirándome. Aquí no tienen tanto miedo a la insolencia como en la comisaría y por un momento echo de menos las caras bobaliconas de Cooper y Marsyas. Al llegar a la barra pido una cerveza y todas las dudas se disipan.

—¿Forastero?

—Algo así —respondo mirando la etiqueta de las cervezas artesanas que se exhiben junto al grifo de birra.

El tipo al otro lado sigue secando una jarra con la mirada clavada en mí. La curiosidad de esta gente me mantiene alerta, pero el hambre que tengo pesa más que todas las advertencias. A fin de cuentas, nadie aquí sabe quién soy y de lo que soy capaz. Suelto el abrigo robado sobre una de las banquetas vacías, señalo una de las bebidas y pido un plato caliente que me quite esta sensación de estar metido en el culo de un pingüino.

Girado contra la madera de la barra puedo ver cómo tienen esto montado. Una preciosa mesa de billar me devuelve la mirada desde el otro lado del local y también veo varias mesas desperdigadas por el medio. Una diana prende de la pared de mi izquierda, y todo lo demás está lleno de lámparas de forja, sillas desparejadas, una vieja cabina y ambiente viciado.

Al primer trago me siento como en la gloria, salvo por el hecho de que no sé dónde cojones estoy. Si Stella estuviese aquí ya habría preguntado por el hostal más cercano y por las cosas con las que se entretiene la gente de por aquí. Cuando llegue a Blue Ribbon quizá yo también lo haga, por ella.

Un humeante plato de caldo aparece a mi lado y el camarero carraspea, entiendo que para llamar mi intención.

—Este guiso es lo más tradicional de por aquí, te hará entrar en calor al momento.

Le dedico una sonrisa agradecida. Es justo lo que necesito. Tomo asiento y descanso el pie en la barra horizontal de la banqueta. El dolor del muslo no parece que vaya a dejarme en paz, aunque agradezco que haya dejado de sangrar.

Huele casi tan bien como cae por mi garganta; aderezado con plantas aromáticas y setas, este guiso de carne es como besar a Dios. A la tercera cucharada el entumecimiento de las extremidades es solo un recuerdo de la casa del terror de la que he escapado. Engullo acompañando el caldo de una segunda cerveza y trozos de pan que sospecho que salen del único horno que he visto en esta aldea perdida en mitad de la nada.

Cuando me ponen en frente la cifra recuerdo que la cartera sigue descansando en la guantera de mi pequeño, perdido en alguna parte espero que no muy lejos de aquí. Putada.

—Mira, amigo... No te vas a creer lo que me ha pasado.

Conforme pronuncio las palabras calculo cuánto estoy empeorando la situación. El gorila del bar se perfila con los dedos la perilla de motero antes de apoyar las manos sobre la barra, una de ella todavía con el paño de secar los cacharros. Tiene la piel y los ojos negros como el café, pero lo que acojona de verdad es la manera en la que mira.

—Ni lo intentes, forastero. Aquí no se paga con cuentos. Si no tienes el dinero, pasas dentro y echas una mano, ¿entendido?

Repaso por el lateral del ojo el interior del bar. Las miradas de los clientes siguen pegadas a mi nuca recordándome que si no quería llamar la atención, estoy fracasando con estrépito. Cuando regreso la vista al camarero de mirada tosca y dimensiones de Gotzilla, a su espalda queda abierta la puerta tras la cual un par de chicos y una mujer parecen controlar todo lo que se lleva a cabo en los fogones.

Me tomo unos brevísimos segundos para barajar mis opciones y repasar que solo hay una salida si opto por la huida. Cuando quiero darme cuenta tengo las pupilas del tipo del bar fijos en mis dedos, que tamborilean sobre la madera encerada. Apoyo la mano al completo sobre la superficie y le dedico una brevísima sonrisa al tiempo que alzo la voz.

—¿Alguien se apuesta —Miro la cuenta junto a mi plato y doblo la cifra; no sacar beneficios con una oportunidad así sería un desperdicio— cuarenta pavos a que no soy capaz de ganar en cinco movimientos?

En ese momento me giro y señalo con el mentón hacia la mesa de billar.

Los segundos de silencio que siguen a mi oferta me hacen cosquillas en el pecho y espero ansioso que el primer valiente de un paso adelante. Es la misma sensación que me invade los sábados por la noche cuando cruzo la puerta de atrás del Main Boys, el garito más mediocre al sur de Satbury, el mismo garito donde las apuestas salen a gritos desde gargantas de la fauna más variopinta de la ciudad. El mismo garito donde puedo tumbar a un contrincante con las mismas ganas con las que desearía que me tumbasen a mí de una jodida vez.

Una chica que no debe sobrepasar los 30 me aguanta la mirada a apenas unos pasos de la puerta. Si acaba de entrar no he reparado en ella. Es rubia y diría que sin esas botas no alcanza el metro sesenta.

—Y si la paliza te la meto yo, ¿qué gano?

—¿El dinero no te interesa?

Niega con la cabeza. Cierro los labios para sentir contra ellos la barba, sensación que me relaja cuando intento analizar una situación con mayor agilidad.

—El palo de billar es más grande que tú, cariño. Si consigues manejarlo... —digo abriendo los brazos como una invitación— pide lo que quieras.

La rubia acorta las distancias hasta mi posición. Tiene algo en las pupilas que no sé identificar, diversión quizá, mientras me escanea la cara como si me conociera. Desvía la mirada por encima de mi hombro, algo que desde su postura debe de costarle, y se dirige al camarero.

—En cinco minutos tienes la cuenta saldada, Frank... Avisa a Jamie de que está todo controlado, ¿quieres? Dile que lo deje en mis manos.

En ese momento alarga el brazo junto a mí y saco pecho por inercia. No llego a ver qué le pasa al camarero, pero juro que tiene unas dimensiones desproporcionadas para ser un teléfono móvil.

Después se mueve directa hacia la mesa de billar y dispone las bolas en el centro.

—Conque cinco minutos... —la increpo.

La veo sonreír con confianza, la misma que noto familiar en mis propias comisuras, como una vieja chaqueta de la suerte. Cojo la tiza y los palos y le acerco uno a ella, que toma con decisión.

—Tranquilo —me dice— haré lo posible por alargarlo.

Anochece en Blue RibbonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora