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Jamie

—Lo he intentado. Nadie puede decirme que no estoy haciendo todo lo posible para que Duncan se sienta bienvenido y cómodo. Le he abierto las puertas de mi casa...

—La casa de largas estancias —matiza Cam, que en ese preciso momento saca del horno una nueva tanda de lazos de crema que llena la estancia de olor a caramelo.

—En serio, estoy siendo un buen anfitrión y aun así no paro de recibir gruñidos, insolencias y malas caras por su parte. No puede ser tan difícil, ¿no? Solo tiene que decir «gracias, James».

Hablo mientras amaso lo que espero que sean unos pretzels salados deliciosos. No puedo sacarme de la cabeza lo desagradable que fue Duncan ayer. Esa manera tan altiva con la que habla, esa arrogancia, su forma de mirar, con el mentón levantado y los ojos afilados. Y cuando sonríe como un lobo salvaje y no sabes qué movimiento en falso te hará recibir la dentellada.

—¿De dónde viene este tío?, ¿de la prisión? ¿Se ha criado según la ley de la jungla? —sigo quejándome—. Tiene que estar agotado de vivir a la defensiva, pensando siempre que los demás tienen intenciones ocultas en todo lo que hacen. Es decir, en todo caso deberíamos pensar nosotros que esconde algo, ¿no te parece? Porque no es normal que una persona como él venga hasta aquí solo para estar poniendo cara de estreñido. ¿Qué puede querer?

—¿A parte de a ti porque tus padres lo han contratado por una insultante cantidad de dinero para encontrarte y llevarte de vuelta a la vida de niño rico?

Levanto la vista hacia Camila —que tiene el peto vaquero manchado de harina, así como la nariz y la frente— solo para descubrir que lo que parecía un momento de conexión mental es en realidad que se está riendo de mí.

—Jamie, discúlpate con la masa y dale forma ya, haz el favor, que el agua está a punto de hervir. Duncan no está aquí por tus padres.

—¿Cómo lo sabes? Podría no ser poli, sino agente secreto.

—Ahá, porque seguro que los estirados señor y señora Narvona van a cruzarse con él y pensar que es una persona con la que hacer negocios. —Mientras cojo la raspa de metal y separo la masa en secciones, Cam empieza a escenificar cada cosa que narra—. Imagina a Duncan entrando, así como camina él, como si se acabase de bajar del caballo. Chasquea la lengua, se rasca la nuca y le guiña un ojo a tu madre para decirle: «Hola, muñeca, ¿tienes algo para mí aparte de tu teléfono?».

Me avergüenza lo bien que lo imita porque puedo imaginar la escena en mi cabeza casi como si la proyectase un viejo cine. Después viene el pinchazo de culpabilidad que me provoca imaginar a mi madre y el calor rabioso que me provoca pensar en Duncan.

Con los pretzels en su forma característica, empiezoa hundirlos en el agua. Le he echado la sal y el bicarbonato de sodio —porque Emmanos tiene prohibido usar la sosa cáustica en este paso, clara fuente de su éxito—.Me concentro en el movimiento, metiendo y sacando cada pieza con tal de no mirar directamente a Camila y admitir que puede que tenga razón.

—Podrían pensar que necesitaban a alguien poco... ortodoxo.

—Conrad es un cura poco ortodoxo, Duncan es una persona a la que tus padres no se acercarían ni equipados para una emergencia biológica ¡y lo peor es que lo sabes! Vamos, James, ¿de verdad crees que tienes que preocuparte por él?

—Solo soy precavido, ¿vale? Me tienes que admitir que es raro que esté aquí. Vino buscando Blue Ribbon y cuando llegó solo quería largarse.

Cam se encoje de hombros y se coloca a mi lado para echar sal a los pretzels sobre el papel de hornear. Como no digo nada, balancea el peso de su cuerpo para chocar contra mi cadera.

Anochece en Blue RibbonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora