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Duncan

He memorizado la lista absurda de tareas y no me cuesta imaginarme a la comisaria Mayers y al agente Cliff echándose unas buenas risas a mi costa.

Según este papelucho tengo que arreglar una caldera, limpiar los canalones de las casas para evitar problemas, proveer semanalmente de madera a una serie de casas, ayudar a los Murphy (que no sé quiénes son), hacer tareas de albañil para solucionar el derrumbe de un techo y decenas de cosas más entre las que se incluyen, por supuesto, echar sal a las calles cuando sea necesario. El agente Cliff me ha remarcado que no son tareas sino más bien sugerencias, pero que cuanta más implicación demuestre mejor le hablará de mí a la comisaria. Y con todo no me quito de la cabeza que una falta menor en Satbury la habría pagado limpiando parques una semana.

Lo primero que hago en cuanto me despierto es vestirme y salir. Hook me espera ocupando todo el pasillo con su cuerpo gigante.

—Haciendo guardia, ¿eh?

Alza el morro cuando intento cruzarlo sin tropezar con sus patas.

Gruño mientras bajo las escaleras. Cada paso me da más rabia que el anterior.

—¿Has dormido bien?

Gruño otra vez. Las charlas intrascendentes a primera hora deberían ser ilegales.

—Llevo sin dormir del tirón desde que tenía quince años.

—Para eso va muy bien el ejercicio físico —responde James desde el otro lado de la barra que separa la cocina del comedor. Se gira con una taza humeante en la mano y un cesto de mimbre cubierto con un trapo.

—Mi remedio estrella, pero lo practico en pareja. —Le guiño un ojo y él se estira de pura tensión; juraría que incluso he apreciado un pequeño tono aflorarle las mejillas. Me reconforta saber que irritar a James ayuda a gestionar mis índices de mal humor, me va a hacer falta.

—¿Quieres un café? —pregunta sin mirarme.

Cuando asiento, James coloca ambas cosas en la mesa antes de darse la vuelta, de modo que tomo asiento arrastrando una de las banquetas y envuelvo la taza con la mano. Cuando pellizco el trapo descubro que esconde unos bollos de mantequilla. Agarro uno sin preguntar y le arreo un bocado que lo deja en nada. Tiene la capa externa dorada, crujiente, y noto una calidez en el paladar que me deja claro que es bollería recién horneada.

Creo que he suspirado de placer porque James me brinda una carcajada ronca como un trueno de tormenta. Si su voz es lo más grave que he escuchado en la vida, su risa me eriza toda la piel de la espalda. Alzo el mentón.

—¿De qué cojones te ríes? —lo increpo, con medio bollo todavía en la boca.

Sus cejas se disparan, no sería capaz de verlas si la montura de sus gafas no fuera transparente. Ahora parece relajado, todo echado hacia atrás para descansar el lumbago en la encimera, cuando me señala la barba. Imito su gesto y descubro que la tengo llena de migas. Contengo las ganas de recogerlas con el dedo cuando caen sobre la mesa.

Me vuelco el contenido de la taza en la boca y en tres tragos y un bocado estoy desayunado.

—Que tengas un buen día —canturrea James sin deshacer la postura de calmado insoportable, la voz cada vez más alta conforme me alejo.

Levanto la mano sin girarme a despedirme y atravieso la puerta.

—Me cago en la...

No me puedo creer que me esté pasando esto. Giro sobre mí mismo y vuelvo a entrar. El hogar está encendido y el interior de la casa caldeado, normal que no recordase dónde cojones estoy.

Anochece en Blue RibbonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora