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Duncan

Echo la mano a mi espalda, pero en lugar de los vaqueros y mi arma reglamentaria encuentro el tacto lanoso de un jersey. No sé dónde hostias estoy ni cómo he acabado aquí, pero es la peor situación que se me ocurre para no ir armado.

Este chico, porque es lo que parece mientras sostiene una taza con pajita, me mira al tiempo que sujeta un perro con toda la intención de sacarme los ojos. Si estoy muerto, no era así como me imaginaba el cielo. El chico está bien. Se le hace una aire a Jack Gyllenhaal en sus mejores años, aunque con el pelo negro y más largo, los ojos más azules, ropa de otra época que le queda enorme y menos masa muscular que un noodle. Me preguntó qué significará el perro, ¿quizá algo sobre la purga de mis pecados? Como sea, prefiero pensar que sigo vivo. Y si estoy vivo y estoy aquí...

—¿Dónde está mi pequeño?

La cara se le tiñe de incomprensión y cierto pánico. De golpe se incorpora.

—No había nadie más. ¿Ibas con alguien? ¿Un niño?

De pie, el chico me mira. Es bastante más alto de lo que parecía, con los hombros en su sitio y el pelo negro cayéndole desordenado hasta los hombros. En cuestión de segundos ha dejado la taza sobre un taburete, camina hacia lo que entiendo que es la puerta y se coloca una chaqueta enorme que le triplica el tamaño. Sus piernas de alambre parecen eternas. El perro lo sigue.

Vigilo cada uno de sus pasos y puedo estudiar mejor mi entorno. Chimenea con calcetines colgados, ese olor a canela y naranja que impregna todo como un mal sueño... hasta bajo la vista para descubrir que llevo puesto un jersey de lana con dibujos. Me quiero arrancar todo de encima y salir cuanto antes de esta casa de locos. Ricitos de oro debió de sentirse así en la casa de los osos, toda llena de sopa caliente y camas mullidas. Trato de moverme, pero cada gesto parece costarme el doble de esfuerzo que en condiciones normales. Me palpo el muslo con torpeza y el dolor me muerde las entrañas. Las manos y los pies me arden y me siento aletargado. Repito en mi cabeza la lista de drogas capaces de hacer eso. Cada vez tengo más claro que van a engordarme y cortarme a pedazos, quizá mientras me practican barbaridades que grabar en un vídeo snuff.

El chico sigue ahí, mirándome con un apremio que me desconcierta. Si abro la boca irá directo hacia mi coche y no puedo dejar a mi pequeño en manos de este pirado.

Además, tener una vía de escape es lo más inteligente. Debo mantenerla.

Necesito organizar la cabeza. Quizá así gane tiempo y se atenúen los efectos de lo que sea que me han suministrado.

—¿Dónde estoy?

—En Blue Ribbon —responde, ni rastro de vacilación—. Apareciste esta mañana caminando a las afueras del pueblo.

Si dice la verdad, estoy en el pueblo correcto. Aunque también podría haber encontrado la postal de Stella. Elijo la segunda opción porque mejor malpensado que muerto. Aguanto la postura. Necesito salir de aquí; recuperar mis cosas y salir de la casita de Hansel y Gretel. Después ya veré.

—¿Y mi ropa?

Me mira frunciendo el ceño, sigue plantado de pie de manera autoritaria para mantener al perro a raya. Se lo agradezco, aunque en caso de necesidad podría con el perro. Creo. Espero.

Me mantiene la mirada entrecerrando los párpados.

—¿Había algún niño o no?

—No vas a ir de poli malo conmigo, yo estoy dirigiendo el interrogatorio.

Parece que le toco los cojones con el comentario porque ríe con ironía y relaja la postura, aunque se cruza de brazos.

—Mira, tío, si hay un niño ahí fuera me gustaría saberlo, ¿de acuerdo? Anoche hubo ventisca y la nieve está virgen, podría caerse o hacerse daño y seguramente necesita ayuda, ¿comprendes? Si a ti te encontramos hecho una pena, un niño no lo contaría. No estamos para perder el tiempo, así que, dime, ¿quién es el pequeño?

Le brillan los ojos y por su forma de hablar intuyo su valor, pero también su miedo. Protector, aunque desconfiado. Curiosa combinación. Tengo que pensar rápido si no quiero aguar mis opciones de mantener a salvo mi coche.

—Mi saco, mis cosas.

—¿Llamas pequeño a tu petate?

—¿No te gusta?, ¿es porque se llama igual que tu aparato?

Señalo entre sus piernas, aunque a esta distancia tendrá que intuir a lo que me refiero. Niega despacio y afloja el nudo de sus brazos sobre el pecho. Si aprieto un poco más, puede que me libere. Total, ¿a quién le gustaría tener un rehén tocapelotas? Espero que no a él.

—Hay que fastidiarse... Mira, tío, bébete el dichoso chocolate, ¿de acuerdo? Necesitas tomar cosas calientes que te devuelvan un poco a la vida porque, por si no lo has escuchado las veces que te lo he dicho, te hemos encontrado tirado en mitad de la nieve. Cuando alguien te salva de una muerte segura la respuesta correcta es «gracias».

Se ha ido acercando y guarda silencio de golpe. Si espera que le de las gracias por secuestrarme va listo.

—Mi ropa.

Con el mentón señala una silla donde está lo que llevaba puesto. Mis vaqueros, mis maravillosas botas, el jersey que me puse de camino, mi cazadora negra. La foto de Stella no asoma del bolsillo y antes de que su ausencia me provoque un infarto recuerdo que la dejé a resguardo en el coche. Mierda.

—Estaba toda mojada —se excusa—. Te hemos prestado algo.

—Ya lo veo, pellejo de oveja trenzado... encantador. ¿Me has desnudado tú? —Formo una sonrisa lasciva cuando pregunto—: ¿Te ha gustado?

Levanta las cejas y bufa irritado; me permito disfrutar el triunfo.

—Dime una cosa. Anoche hubo ventisca, era imposible caminar por ahí y no morir congelado. —No se ha quitado la chaqueta y ahora me acerca otra vez la maldita taza de chocolate que cada vez deseo más vaciarle en la cabeza—. Además estás herido —añade señalándome la pierna—. ¿Eres un idiota o un suicida?

—Mucha gente diría que ambas.

Niega despacio y opto por coger la taza y me la acerco a la nariz. Descarto de la lista mental todas las sustancias inodoras. Eso o que usan la vainilla y la canela como factor neutralizador.

—Bébetelo, ¿de acuerdo? Voy a avisar al resto de que estás bien...

—Ni se te ocurra dejarme aquí con este bicho —digo señalando al perrazo descomunal que tiene por mascota. No desecho la idea de que lo use para deshacerse de los restos de sus víctimas; un fémur no duraría ni un parpadeo en esa mandíbula.

Pone los ojos en blanco.

—Hook. —Eso es todo lo que dice para que el animal aparte los ojos asesinos de mí y cruce la puerta, abierta ahora.

El frío entra en la habitación del terror y cierro la mano libre en la manta que me cubre las piernas. Tengo las uñas azuladas y las articulaciones me duelen. Espero que el chocolate no contenga la droga, porque me lo acerco a los labios para que se calle y se marche.

—Vuelvo enseguida.

—Perfecto.

Con suerte tardará el tiempo exacto para que pueda salir de aquí.

Anochece en Blue RibbonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora