EL CELO: UNA AVENTURA DEMASIADO LARGA

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El lobo se terminó cinco hamburguesas dobles, el cubo familiar de alitas de pollo y las tres cuartas partes de lo nuguets tamaño gigante, dejando el resto para mí, que básicamente fue una hamburguesa y los aros de cebolla grandes. Al terminar, soltó un resoplido y se recostó contra el sofá, con la barriga abultada y los ojos entrecerrados. Cogí el mando de la tele a un lado y se lo tiré para que pusiera algo si quería. Él encendió la tele y pasó canal tras canal hasta dejar un programa de manualidades y carpintería. Alcé las cejas, pero no dije nada mientras me acababa los pocos nuguets que había dejado, mojándolos en salsa picante. Al terminar, fui a la nevera a por otras dos cervezas y le ofrecí una a Eren, que se bebió más de la mitad de un solo trago y eructó al final. Yo no era la princesa más refinada y educada de palacio, pero ver a un hombre ocupando casi todo el sofá y desnudo, con marcas de arañazos rojizas y marcadas sobre la espalda, los hombros y el pecho, las piernas abiertas y las pelotas colgando mientras bebía cerveza, era bastante impactante. Dejé los pies sobre la mesa, estiré los brazos por el respaldo y negué con la cabeza murmurando un «joder...».

Tras media hora de descanso y un programa entero sobre cómo montar una pajarera en el jardín de tu elitista casa de clase media-alta, el lobo empezó a mirarme y a gruñir por lo bajo. No era su ruido de enfado, ni tampoco el ronroneo de placer; era un sonido diferente que no supe identificar, así que giré el rostro con expresión seria y le pregunté:

—¿Qué demonios quieres?

Eren volvió a gruñir y tiró de mi camiseta un par de veces, quizá pidiéndome que me acercara. Solté un suspiro y dejé la cerveza en la mesa, creía que sabía lo que quería. Me incliné sobre él y le acaricié la barriga con el reverso de los dedos. El lobo cerró los ojos y recostó la cabeza mientras aquel sonido ronroneante brotaba de su garganta. Pero, al contrario de lo que solía suceder, no se durmió, sino que la polla se le puso cada vez más dura y mojada antes de girarse y recostarme con él en el sofá. Me acarició el rostro con el suyo y me bajó los pantalones del chandal. Resoplé, porque acababa de cenar y no quería moverme demasiado, sin embargo, sí que me apetecía un polvo suave.

—Lento, no quiero vomitar —dije, rodeándole la cadera con las piernas y el cuello con los brazos.

El olor del lobo, su calor y su proximidad siempre conseguían ponerme a tono muy rápido y en cualquier ocasión, aunque terminara de pasarme cinco días atrapado en la cama y con el culo chorreando semen.

Había algo en él, que me hacía pasarle cosas que no le hubiera pasado a otro, como dejarle metérmela después de cenar y jadearme en la cara con su aliento a cerveza y hamburguesa. Pero lo hizo lento, como le había pedido, con un pausado vaivén de cadera que consiguió sacar un par de buenos gemidos de entre mis labios. Cuando se corrió la primera vez lo sentí y le apreté contra mí, la segunda vez me rodeó con los brazos y me mordió el cuello, aumentando el ritmo hasta que me corrí y solté un gruñido liberador, entonces terminó él. Llegaron los espasmos y la ya de sobra conocida inflamación. Se dejó caer lentamente sobre mí, con cuidado, y yo le acaricie aquella enorme espalda mientras miraba el techo de loft. Él me frotó el rostro a los pocos minutos y dijo:

—Levi huele mucho a Eren.

—Ya, bueno, me he pasado cinco días debajo de ti —respondí—. Y sudas como un puto cerdo, así que... sí.

El lobo gruñó de esa otra forma y volvió a frotar su mejilla contra la mía, lenta y suavemente, hasta que se le desinfló la polla y pudo sacarla. Pero no lo hizo, porque se había quedado adormilado encima de mí. Puse los ojos en blanco y le di un par de palmadas en el enorme brazo.

—Eren, despierta —le dije—, te has dormido.

Él abrió los ojos y me miró un momento, gruñó y se separó, saliendo de dentro de mí. Entonces me cogió de la muñeca y tiró para levantarme. Sin decir nada me llevó hacia la habitación y me cogió en brazos antes de tirarnos sobre la cama. Con otro gruñido de enfado tuvo que incorporarse para ir en busca del edredón a un lado y echarlo sobre nosotros para podernos tapar. Yo miré todo aquello con el ceño fruncido y una sensación de que algo no estaba yendo como debería. No tenía claro las reglas del Celo, pero estaba por jurar que los lobos no se quedaban tanto tiempo después. Creía firmemente que, al terminar, simplemente cogería sus cosas y se iría para no volver nunca; no que se recostara contra mí para rodearme y quedarse dormido. En ese momento decidí que, al día siguiente, si Eren no se iba, le echaría yo. ¿Cómo iba a echar a un lobo de un metro noventa y cinco y ciento y pico kilos de mi casa? Ese era un problema que resolvería mañana.

Humano - EreriDonde viven las historias. Descúbrelo ahora