La cena y el príncipe sin nombre.

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Mevely Lamar'knory

Cuando me despierto estoy sola en mi habitación. Me siento en la cama un poco aturdida y desorientada. No puedo recordar lo que paso en el vestidor.

¿Me probé el vestido y subí a mi habitación? No recuerdo haber subido las escaleras hasta aquí.

Unos golpes en la puerta hacen que me duela la cabeza.

— Su majestad, es hora de qué se prepare para la cena.

Me tiro con pesadez a mi mullida y cómoda cama.

La cena.

Mi última cena antes de ser mayor de edad.

Suspiro hondo y le ordeno a la doncella que pase.

Ella entra con una docena de doncellas y todas me ayudan a arreglarme para la cena de esta noche. Duran tres horas en terminar. Cuando lo hacen me observo en el espejo.

Sonrío involuntariamente. Me veo muy inocente y angelical. El maquillaje es sutil y el peinado que hicieron es muy bonito. Tampoco es que sea la gran cosa, es un simple recogido de mechones muy de princesa.

Me encanta.

Margaret coloca mi corona en mi cabeza y terminamos de vestirme.

— Muchísimas gracias — les sonrío agradecida.

Ellas asienten una vez en respuesta.

— Para nosotras es un honor servirle, su alteza — responde Margaret con gratitud.

— De nuevo muchas gracias a todas — repito y me encamimo escoltada por ellas al pasillo.

Ellas vienen detrás de mi y algunas cuchichean y se ríen haciéndome sentir incómoda. Me volteo hacia ellas indignada, cuando comienzan a criticar mi vestido.

— ¿Se puede saber que tanto hablan ustedes? — les pregunto tratando de sonar casual. Estoy muy, muy incómoda.

Otea, Amanda y Beneriz se remueven en sus sitios.

— No es nada, su majestad — responde la primera un poco cortante.

— Otea, no seas imprudente — la última la reprende.

Mi mirada está fija en Otea cuando hablo:

— ¿Crees que ése es el tono adecuado para dirigirse a tú soberana? — le pregunto un poco molesta.

Ella agacha la mirada avergonzada.

— No, su majestad.

— Mhayila — le hago una seña — llévese a las doncellas a sus habitaciones — le ordeno con amabilidad —  creo que están cansadas y yo también, no las quiero frente a mi.

Ellas se miran inquietas.

— Yo puedo castigarlas después, pero por favor, dejemos escoltarla al salón — me suplica la líder de las doncellas — su majestad, el rey, me exigió que no la dejásemos ir sola.

— Y yo les estoy exigiendo que se vayan a descansar — repito con tranquilidad — el rey no les hará nada — les aseguro — déjenme ir sola al salón.

— Su majestad, entienda. . . Ellas no hablarán más, se lo aseguro — me promete — y si lo hacen irán a la horca.

— ¿Me está dando ordenes, Mhayila? — le pregunto enarcando una ceja.

Ella palidece.

— No, no, su majestad — se apresura a responder.

— Bien, lo dejo pasar esta vez, pero la próxima que me vuelvan a hacer algo así, les aseguro que no seré yo quien las castigue — les digo y me vuelvo a girar.

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