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Las cadenas colgaban en el techo, y había un farol, en la pared que delimitaba el lado izquierdo del pasillo, que emitía constantemente una claridad amarillenta. Era la única luz que había en ese lugar. 

También podía divisar, a través de la abertura rectangular que me separaba del resto del mundo, un montón de cajas apiladas y una camilla, único elemento que yo podía vincular fácilmente con el hombre que me había encerrado allí, ya que era un científico que, además, solía realizar en ese mismo lugar operaciones quirúrgicas. Pero no podía adivinar la función que cumplían allí esas cajas y esas cadenas.

Y el farol, afortunadamente, nunca se apagaba, y cada vez que el enano pasaba por la zona en la que el farol tendía su amarillenta claridad, lograba verlo, durante un momento muy breve porque después volvía a sumergirse en la oscuridad. Medía unos 50 centímetros, 60 como mucho, pero su cabeza era enorme. Su pequeña voz de niño me causaba escalofríos, sobre todo cuando hablaba con ciertas plantas que estaban reunidas en algún lugar del inmenso recinto. Les decía cosas como "papi ha venido a cuidarlas", "papi las va a regar, no dejará que les falte agua"... Y también tenía cada una su nombre: Eloísa, Natalia, Clarisa, Nancy...  Pero yo no podía verlas, sólo escuchaba que las nombraba.

Un aire frío se acercaba a mí, desde el fondo del recinto, cada vez que anochecía, como si fuera el aliento mismo de aquel pasillo insondable. El enano iba y venía, llevando a veces una regadera, y en otras ocasiones instrumentos propios de su profesión. Su nombre era Hernan, el doctor Hernan, de quien se decía que había logrado obtener importantes documentos que pertenecieron alguna vez a otra eminencia de la ciencia, el famoso doctor Frankenstein. Lo cual, ahora lo sé, era cierto, porque gracias a los conocimientos que esos documentos contenían el doctor Hernan iba a poder librarse finalmente de su cuerpo, trasplantando su cerebro a mi cuerpo, para lo cual me había secuestrado. Aunque había dos elementos de mi cuerpo que le disgustaban : el color de mis ojos y el tamaño de mi miembro viril. Pero no tardó mucho en encontrar dos donantes involuntarios gracias a los que podrá corregir estas imperfecciones, uno de los cuales era un niño de hermosos ojos celestes. El otro, el famoso actor porno Rudolf Lester, un actor y modelo de raza negra de cuya desaparición se estuvo hablando durante varias semanas en los noticieros del mundo.

No se me ocurría de qué manera podría yo escapar de ese nefasto proyecto, pero tenía la esperanza de que al menos mi cerebro, una vez concluido el trasplante, no sea arrojado a la basura y sea implantado, aunque sea, en el cuerpo del propio Hernan, porque, obviamente, la operación iba a ser realizada por su ayudante, un hombre muy delgado y encorvado que siempre andaba vestido con una especie de camisón blanco. Parecía un fantasma, y el doctor Hernan lo llamaba Carl. Supongo que ése era su nombre. Y supongo también que fue él quien asesinó al mencionado actor porno y lo castró, y también quizá quien asesinó al niño, y quien me secuestró, ya que me resulta difícil imaginar, por sus características físicas, al doctor Hernan realizando estos actos. Y casi puedo decir que estoy seguro de haber visto, en el club de strippers donde yo trabajaba, y en varias ocasiones, el rostro de ese tal Carl, aunque no las vestimentas que ahora le veía usar. Y siempre estaba acompañado por una caja cúbica, forrada en cuero negro, que sostenía por medio de una manija, y en la que, pienso ahora, podría haber estado escondido el propio doctor Hernan.

EnanensteinWhere stories live. Discover now