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-Se va a caer-dijo Roger-. Hay que saltar y nadar hasta la autopista.

-Usted está loco-dijo uno de los policías-. La corriente nos arrastrará. El helicóptero viene en camino. Sólo hay que esperar unos minutos.

Era cierto que el edificio temblaba, y a veces yo tenía la impresión de que iba a doblarse como un delgado junco cuando el agua lo golpeaba con mayor violencia. Pero teníamos que esperar, y aunque fuera una locura saltar e intentar nadar hacia un lugar más resistente, Roger saltó. Uno de los policías corrió hacia él, intentando detenerlo, pero no lo consiguió. El administrador se hundió como una roca en el agua negra, y no volvimos a verlo. 

-Dios mío-dijo otro de los policías-. Pobre hombre. Por favor, aléjense del borde. Aguardemos en el centro de la azotea al helicóptero.

Uno de los policías permaneció un rato más en el límite de la azotea, mirando hacia donde las aguas se elevaban y formaban una temible loma negra, debajo de la cual acaso el cuerpo de Roger estaba siendo arrastrado hacia el mar, o hacia un destino aun más profundo.

-Ven con nosotros Dick-dijo uno de los policías-. En unos minutos más nos iremos.

El continuo temblor del inmenso bloque de cemento sobre el que estábamos parados volvió a convertirse en una súbita sacudida, más violenta que las anteriores. Creí que el edificio iba a partirse. Y el terror que me paralizaba se reflejó de pronto en el rostro mismo de aquel policía al que llamaban Dick. Sus ojos desorbitados, la boca abierta que no lograba articular ninguna palabra. Las manos aferradas al borde de la azotea, mientras el movimiento del edificio se apaciguaba y retomaba esa vacilación uniforme y leve. Pero, aun así, el terror en el rostro de Dick no menguaba. Acaso estaba pensando en seguir el consejo de Roger. Sus piernas temblaban con esa persistencia inflexible que suele preceder a las tragedias, a las decisiones extremas y a las manifestaciones explosivas de la ira o el temor.

-Ven aquí Dick-volvió a decir aquel policía-. Vamos, ya vienen a buscarnos.

Durante un momento tuve la sensación de estar en el medio del océano. Muy pocas construcciones se asomaban al exterior. Por lo general, todo estaba debajo del agua, y el sol, a lo lejos, se manifestaba a través de un brillo débil, casi agonizante, como si no se atreviese a modificar con su luz la tenebrosidad de las aguas que nos habían acorralado.

Era un sol que se alejaba, el típico sol que precede al ocaso. Sin embargo, todavía faltaban algunas horas para el anochecer. Por lo menos eso indicaba mi reloj, aunque no estábamos en un ambiente que pudiera considerarse subordinado a las leyes del tiempo abstracto, ni a ninguna de las triviales medidas que los hombres suelen imponer a la naturaleza, sino a una voluntad que estaba muy por  encima de lo mundano, de la materialidad cotidiana. El agua golpeaba el edificio como si fuera consciente de que esos golpes podrían derribarlo, ya que, luego de cada embestida, se desataba otra peor. A veces la corriente se tranquilizaba, pero para lanzar luego todo ese caudal de oscuridad con mayor salvajismo contra las paredes que empezaban a resquebrajarse. Y la angustia en los ojos de Dick presagiaba lo peor. 

El desastre en Londres también había sido grande, según comentó Dick mientras subíamos la escalera. Hubo miles de desaparecidos; entre ellos, Irene, la hija de Charles.

Uno de los policías se paró sobre esa escultura sinuosa que reproducía exageradamente la forma de una flor, y miró hacia el horizonte, buscando evidentemente alguna señal del vehículo que debería salvarnos. El otro policía tenía un teléfono móvil en su mano. Creo que intentaba comunicarse con quienes estarían piloteando el helicóptero. El otro abandonó de repente su exploración visual y lo observó, con una mirada desconcertada y triste.

-Debió haberles pasado algo-dijo-. Llama a Thompson, o al cuartel. 

-No tengo señal-dijo el otro-. Ya lo intenté. No hay señal.

Un enorme elefante pasó delante de nosotros, alzando desesperadamente su trompa y sus dos patas delanteras al cielo, moviendo sus gigantescas orejas en el agua negra, hasta que chocó contra el techo del dispensario que estaba frente a nuestro edificio, y permaneció allí hasta que el colectivo que venía detrás de él subiendo y bajando en la corriente lo embistió, aplastándolo contra el obstáculo que lo retenía. 

El hecho fue tan horroroso que todavía está clavado en mi fluctuante memoria, firme como ese dispensario en medio de las aguas que no dejaban de correr hacia el incierto horizonte sobre el cual ese sol parecía apagarse.

Entonces Dick saltó, como lo había hecho Roger.

Y no es mucho más lo que puedo recordar de aquel día. Me desvanecí, y después de recuperar la consciencia no pude seguir percibiendo con nitidez los acontecimientos. El helicóptero, según decía uno de los policías, llegó a rescatarnos, pero más que la fría hospitalidad que puede proporcionar una máquina yo sentía que las garras de un ser casi etéreo me tomaban de los hombros y me alejaban de toda aquella devastación, y que esa criatura me llevaba, batiendo sus gigantescas alas, hacia un lugar en el que yo hallaría, finalmente, la paz. Y, de hecho, luego de esta catástrofe, no he vuelto a encontrarme con nada que amenace mi vida. 

Quizá el horror, al menos para mí, haya terminado para siempre. O quizá se haya detenido, por un tiempo, para luego reaparecer en mi vida y atacarla con más furia, algún día, acaso en este mismo sitio en el que me siento tan seguro.

Me pregunto de cuántas cosas he logrado realmente escapar.

EnanensteinWhere stories live. Discover now