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Una noche, a principios del mes de octubre, ese ruido de pasos en el techo volvió a exasperarme. Me levanté y tomé el rifle que guardaba en la sala contigua al patio. Aun sin haber confirmado que ese animal tuviera alguna relación con los hechos en los que yo todavía no lograba dejar de pensar, me acometió la imperiosa necesidad de eliminarlo, de sacarlo para siempre de mi vida y de mi nuevo hogar.

Cuando salí del departamento, la oscuridad era casi absoluta. Los focos del alumbrado público, por alguna razón, estaban apagados, o rotos, y lo único que yo podía ver en esa oscuridad eran los ojos del animal. La mirada que, como ya la he descrito, era casi humana, ahora había adquirido también un aspecto hostil, más agresivo y desafiante. Me miraba con odio. Y entonces disparé. 

El animal soltó un maullido que casi fue un alarido de horror e impotencia, de odio y de profunda autocompasión. No sé si la bala penetró en su carne. Los ojos simplemente se apagaron, desaparecieron. Y desde entonces no he vuelto a verlo, pero no puedo evitar sospechar que a veces merodea por las afueras de mi departamento, y que está buscando una nueva forma de acercarse a mí. 

Reitero, como tantas veces señalé, puede ser un simple estado de sugestión. Pero también puede ser que no lo sea.

EnanensteinWhere stories live. Discover now