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Alguien había asesinado a alguien. Fue lo que pensé, inevitablemente.

Decidí esperar. No salí al palier ni intenté comunicarme con nadie a través del teléfono del departamento. Un silencio absoluto se había apoderado de todo el edificio, y persistió, a lo largo de varias horas. 

Regresé a la ventana y vi que un patrullero policial se estacionaba frente a los canteros de cemento. Descendieron del vehículo tres policías, y lo hicieron con rapidez. Entonces escuché otro ruido, mucho más estruendoso, y al dirigir mi mirada nuevamente hacia el puente descubrí que el lago estaba creciendo, y que había perdido ya su figura casi circular porque el agua se desbordaba y no dejaba de cubrir los espacios que la circundaban.

Una ola negra y brillante avanzaba hacia el edificio, y yo sentía que me buscaba, que se dirigía exclusivamente hacia mí.

Comprendí que la ciudad se estaba inundando. Salí del departamento y bajé las escaleras, y al llegar al tercer piso vi el cuerpo de una mujer abandonado en el palier. La puerta de su departamento estaba abierta, su cabeza reposaba sobre un charco de sangre. Tenía un agujero en la frente. Su rostro era idéntico al que había visto yo en el departamento de la calle 36, en la fotografía que estaba debajo de un montón de velas. La idea de que alguien me había perseguido desde Londres hasta este remoto rincón del planeta era aceptable, el hecho era probable, pero cuando alcé mis ojos hacia el techo descubrí las cadenas que colgaban, moviéndose tenuemente en la claridad amarillenta que emitía un farol. Pienso que esa mujer que estaba en el suelo podría haber  sido Adela, que Charles podía haberle disparado y que el recuerdo de ese hecho, inhibido durante cierto tiempo en mi memoria, ha resurgido y ahora me muestra, claramente, lo que había ocurrido en aquel departamento de la calle 36.

Intenté continuar mi descenso a través de las escaleras, para abandonar el edificio, pero los tres policías aparecieron ante mí y me dijeron que corra hacia la azotea, que la ciudad estaba completamente invadida por el agua. Una tormenta imprevista se había desatado sobre las montañas. Estuvo lloviendo durante horas, como nunca antes llovió. Los torrentes arrastraron la tierra y las piedras de las laderas, generando aludes terribles que derribaron casas e hicieron desaparecer toda clase de vehículos. Arrancaron del suelo la fábrica de cuero que contaminaba el lago, y la llevaron, junto con las demás cosas, hacia la destrucción total. Y ese aluvión de lodo y agua nos había acorralado. Estaba entrando al edificio y ya había alcanzado el primer piso. Y sobre la cabeza del policía que me contaba todo esto se balanceaban, empujadas por alguna silenciosa corriente de aire, aquellas tenebrosas cadenas, aunque él no pudiera verlas.

-Suba, por favor-insistió-. No podemos salir todavía de aquí. Esperaremos en la azotea. Enviarán un helicóptero a rescatarnos.

Subimos. En un rincón de la azotea estaba Roger. Dos de los policías se acercaron a él. Uno tenía una libreta y una lapicera en sus manos. Las negras aguas giraban en torno al edificio. Estábamos en el medio de un lento pero aterrador remolino en el que flotaban enormes paredes, vehículos, diversas y gigantescas piezas que alguna vez formaron parte de la estructura de las presas y que ahora danzaban a nuestro alrededor, formando una ronda de vestigios que se hundían y salían nuevamente a flote, como cadáveres hinchados e irreconocibles.

Así las recuerdo: negras, giratorias, horriblemente lentas. Aunque no sé si lo que estoy recordando son las aguas que rompieron las presas erigidas en aquellas montañas o las del río Támesis.

-¿Dónde estaba?-preguntó uno de los policías.

-Volvía de la zona de campamentos, cerca de las montañas. Esa mujer, la loca, me dijo que llovía específicamente en ese lugar, donde están las presas. Dijo que no podrían contener tanta agua, que se romperían. Que se repetiría aquí lo que había sucedido en Londres.

-¿Por qué no avisó?-preguntó el policía-. Podríamos haber evacuado antes.

-Creí que deliraba-dijo Roger-. No, no pensé que podía ser verdad. Esa mujer siempre ha dicho disparates, desde que llegó. Decía que una mujer con alas le había advertido de esto en un sueño. Por favor, no pensé jamás que podía suceder.

-¿Era británica?-preguntó el policía.

-Tenía el acento-dijo Roger-. Sí, bueno, en realidad no lo sé. Vino con todos los demás.

-¿Por qué fue entonces hacia las montañas si no le creyó?-preguntó el otro policía.

-Lo escuché en la radio-respondió Roger-. Cuando bajé a la portería, estaban diciendo en la radio lo de la tormenta. No estaba pronosticada, no se entiende qué sucedió. 

Y cuando Roger dijo esto, no pude evitar sentir que en ese lugar había dos fuerzas que luchaban entre sí, y que yo era el responsable de toda la destrucción que se multiplicaba a nuestro alrededor. Tal vez yo fuera el último testigo de los hechos que estuvieron vinculados al doctor Hernan, y que ocurrieron dentro o fuera de su residencia. Si los documentos ya estaban a salvo, resguardados por una sociedad que se dedicó durante décadas, y tal vez siglos, a buscarlos, era lógico que la fuerza o espíritu que hizo posible esto intente deshacerse de los testigos ajenos a esa sociedad. Colman, Charles, la vidente de la calle 36, incluso el doctor Hernan y su asistente, acaso fueron eliminados por el mismo motivo, aunque a través de diferentes medios.

Salvo que la terrible inundación que arrasó la ciudad haya sido un fenómeno meramente natural. 


EnanensteinWhere stories live. Discover now