Corrí entre las mesas que se volcaban y los clientes que también intentaban escapar de la cantina, atropellándose entre ellos, como un montón de hormigas asustadas. El asesino guardó el arma y huyó, y cuando salí a la calle vi que otros hombres corrían junto a él, en dirección a la esquina que lindaba con la avenida, mientras los clientes y algunos meseros corrían en la dirección opuesta, hacia las vetustas tiendas de la otra esquina, detrás de las cuales el sol se sumergía, enrojecido, como si su ocaso estuviera representando de algún modo la agonía del detective.
Pero no sé si agonizó. Más bien creo que su muerte fue instantánea, o eso quiero creer. Me había caído bien, y se notaba que era un buen hombre, tan transparente que yo sabía que había tenido un romance con la mujer que según él lo había contratado para una misión menor, y que esas fotografías que guardaba en su valija le servirían a él para enmarcar esta infidelidad en la categoría de un acto de justicia. Lo más probable es que se haya tratado de una de esas mujeres rubias, altas, bastante maduras, con las cuales suelen enredarse inevitablemente los detectives, al menos en las películas. Y es que Colman me daba la impresión de que había sido diseñado para una obra de ficción: el traje, el cigarrillo intacto en su boca, su modo de rememorar sus vivencias con el encanto de un abuelo que está confesándose ante su nieto.
Sus grandes y pesadas manos sobre la mesa, junto a un vaso de cristal, casi siempre vacío, y su manía de acercar a ese vaso un cenicero. ¿Para qué lo quería si no fumaba? Luego pensé que fumaba, pero que estaba intentando dejar este hábito y demoraba hasta donde podía ese cigarro en sus labios, luchando secretamente contra la abstinencia. Era posible, sí. Y también era posible que haya descubierto algo más en ese laberinto de escaleras en el que se había sumergido, algo de lo que no hablaba pero que se reflejaba en sus ojos cuando se mantenía callado y su mirada recorría el aire enrarecido de la cantina, devolviéndolo a un momento preciso de su pasado en el que algo maravilloso o atroz se manifestó.
Porque, si bien no quiso profundizar en este detalle, había revisado el cadáver, sobreponiéndose a ese sentimiento de repugnancia. Lo revisó, siquiera rápidamente: la ropa que descuidadamente lo cubría, el tronco y las extremidades. Practicó alguna incisión con su bisturí personal. Las cuerdas vocales no eran las de un adulto, sino las de un niño. También dijo, o dio a entender, que los pechos eran grandes, como si fueran los de una mujer. Usaba una especie de corpiño para sostenerlos. Aunque no recuerdo las palabras exactas con las que se refirió a esta circunstancia.
Más abajo, el órgano sexual, ínfimo, más pequeño que la uña de su dedo meñique, algo semejante a un pequeño jirón de piel que colgaba sin fuerzas, pálido, y que fácilmente podría ser confundido con una verruga. Lo cual explicaba el conducto de plástico transparente que estaba incrustado en su vientre, una suerte de pene secundario que probablemente utilizaba para orinar.
No tenía testículos, o por lo menos Colman no lograba percibirlos.
Tres dientes en toda su boca, diminutos, pequeñas protuberancias puntiagudas semejantes a colmillos. Tenía labio superior, pero no inferior. El mentón casi recto y un poco al costado de la boca. Una forma de enanismo en la que algunas partes del cuerpo quedaron sujetas a las dimensiones que esta clase de trastorno impone, y otras no, pero todas, en general, se habían desarrollado de una manera desigual.
Era como si cada parte de su cuerpo tuviera una edad diferente.
Pero las palabras del detective divagaban y a veces sus oraciones no concluían con la suficiente coherencia. Mientras hablaba, se inhibía, se interrumpía a sí mismo con la descripción de otros sucesos. Trasmitía todo en cuotas, retomando la narración de los hechos cuando se sentía más seguro, más capaz de continuar con esa parte de la historia, sin respetar una cronología.
Por lo que, luego de relatar, por segunda vez, su encuentro con el cadáver del doctor Hernan, volvió a referirse a esa región del pasadizo en el que fue sorprendido por ese hombre llamado Nick.
-Había mucha agua allí-dijo-. Alguna filtración, no lo sé. Yo no dejaba de pensar en el dueño de la inmobiliaria, el que le rentó a usted el departamento. Es un hombre extraño, sin dudas. Tiene esa costumbre de vincular términos que no guardan ninguna relación entre sí. Por ejemplo, suele decir "Eso era más peligroso que niño sin sombrero", o "Redondo como el Papa". ¿No lo ha escuchado hablar así? Pues la verdad que esto me ha llevado a pensar que es alguien que adolece de alguna deficiencia intelectual, pero, también, que pudo ser la persona que reveló mis planes de explorar la residencia, porque usted sabe que la gente un poco tonta también tiene cierta maldad, cierta inclinación a la traición y la blasfemia. Yo le había comentado que las huellas del vehículo que descubrí en el escenario del crimen, culminaban en aquella barranca. Le insinué que el vehículo pudo haber sido arrojado desde allí al vacío, pero él me dijo que en esa barranca había una residencia, semidestruida, con algunas entradas a pasajes subterráneos. Y, en efecto, en ese lugar en el que me encontraba estaban esas mismas huellas. El vehículo había ingresado a ese pasadizo, desde alguna entrada secreta. Había agua, como le dije, pero el agua rodeaba esa zona terrosa en la que las huellas estaban grabadas, sin cubrirla, sin acercarse siquiera, como si quisiera que esas huellas se conserven. Y lo mismo ocurrió en el lugar en el que fue hallado el cuerpo del niño: llovió, durante toda la tarde, un día antes de que yo llegara a esa zona para explorarla. Sin embargo, en ese preciso sector en el que yo descubrí las huellas el vehículo, y algunas pertenencias de la víctima, no cayó una sola gota.
Creo que conversamos durante 5 o 6 horas.
No es mucho más lo que puedo recordar de esa conversación. Quizá lo esencial es lo que ya he transcrito. Lo otro se perderá, para siempre, en la avaricia del olvido, o volverá a mi memoria, de una forma más clara, vinculado a palabras que lo esclarecerán y que yo había juzgado prescindibles. Y quizá ahí esté lo esencial, y entonces se comprenderá finalmente lo que ha ocurrido en realidad.
Mi memoria, como la de Colman, empezó a demostrarme que también tenía sus tiempos. Su secreta manera de organizarse, de seleccionar, en determinado momento, lo que merece o no ser rememorado.
Tal vez algún día yo pueda ofrecer un testimonio más preciso de estos acontecimientos.
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Enanenstein
Science FictionUn siniestro científico desatará el horror en una antigua residencia de Londres, a no ser que alguien pueda detenerlo.