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Pasaron algunos meses hasta que decidí contactar a Colman. Yo hasta entonces sólo lo veía en la televisión, en diferentes entrevistas, en las que señalaba los avances de su investigación pero no decía nada del doctor Hernan ni de su pálido ayudante. Probablemente ambos se habían salvado del cataclismo que desarticuló aquellas paredes, y entonces yo no podía descartar la posibilidad de que me estuvieran buscando, de que estuvieran planificando mi muerte o un nuevo secuestro. Además, yo conocía muchas cosas que ellos preferirían que nadie sepa, nadie que estuviera libre y pudiera darlas a conocer en algún lugar inapropiado. El propio Hernan me las contaba a través de los barrotes de aquella abertura. No se imaginaba, no sospechaba ni remotamente, que yo pudiera escapar de esa celda.

Fue en la calle, en una de las tantas calles invadidas por las multitudes, ensordecidas por el tráfico, cuando vi a Colman que caminaba apurado, con ese sobretodo blanco y el portafolio que tantas veces vi que sostenía en los noticieros de la televisión.

Lo corrí, lo alcancé y le pedí que se detenga. Le dije que yo sabía algo sobre el caso que él investigaba y que necesitaba que hablásemos.

Él me observó con desconfianza, pero luego me sonrió y me pidió que lo acompañe. Caminamos unas 4 o 5 cuadras e ingresamos a una cantina. Conversamos, en una de las tantas mesas que había allí, mientras el camarero nos traía, de vez en cuando, una botella de cerveza escocesa y unos pequeños alfajores de chocolate.

-Bien-me dijo, luego de escucharme hablar largamente-. Eso concuerda con algunos detalles de mi investigación. Usted sabe que he hallado algunas pertenencias en ese lugar, como he declarado a la prensa. Usted dice que había dos personas más en ese lugar. Una de ellas, según usted la describió, es la persona que encontré recostada sobre una camilla. Le habían quitado la parte superior de la cabeza. No tenía cerebro. Y, en efecto, era como usted la describió. Medía no más de 60 centímetros. Su cabeza era casi tan grande como el resto de su cuerpo. Pero la otra persona no, no había nadie más allí, salvo los restos del policía que, en efecto, ya fue reconocido y que, como dije a la prensa, había incursionado en ese lugar de forma accidental mientras intentaba atrapar a un gato herido que había visto precipitarse por la barranca, según comentó la persona que esa noche lo acompañaba. No he dado a conocer esta información porque todavía no logro entender lo que vi en esa sala, en esa camilla.

Colman no lo entendía, pero yo sí. Carl había logrado concluir el trasplante, y la mente del siniestro doctor, junto a su nuevo cuerpo, abandonaron la residencia, al igual que Carl, y ahora podían estar en cualquier parte. Cualquiera de las personas con las que yo me cruzaba en la ciudad, con las que hablaba, podía ser el doctor Hernan. Incluso el dueño del departamento que yo alquilaba, incluso Colman, porque no hay dudas de que la mejor manera de ocultar un crimen es fingir que se quiere encontrar al culpable y resolver el misterio.

Tal vez esté exagerando, pero eso era posible. 

Yo no podía ya confiar en nadie, ni siquiera en un animal.

EnanensteinWhere stories live. Discover now