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No tuve una vida demasiado sofisticada en Londres. Miraba televisión. A veces aparecía alguna noticia relacionada con la sombría residencia de la que escapé. El detective Colman había localizado el cadáver de un niño al que le faltaban los ojos, en la ribera de un lago. Estaba parcialmente cubierto por la vegetación. Había indicios que demostraban que el niño se había arrastrado ciegamente hasta ese lugar. Le habían extirpado los ojos, pero no lo mataron. Murió algunas horas después de la agresión, solo, junto a ese montón de agua al que se había acercado como un caballo herido que se dispone a tener un último contacto con la vida, un último sorbo de agua, entre ramajes y jirones de tela abandonados. Debía tener unos 11 o 12 años de edad. Pensé inmediatamente en los instrumentos quirúrgicos del laboratorio, en la facilidad con la que se podría ejecutar con alguno de ellos una mutilación como la que el detective describía. 

Más atrás, había huellas de neumáticos, y de unos pies de adulto, y también, como estaba explicando Colman al cronista que lo entrevistaba, otras huellas más pequeñas que parecían corresponder a los pies de un niño de no más de 2 o 3 años de edad.

Latas vacías, una linterna rota. 

Se arrastró ciegamente entre la maleza. Luego se ovilló junto al lago, como una babosa a la que se le ha echado sal. "Debieron utilizar instrumentos especiales", decía Colman, "y tener conocimientos de medicina. Había marcas en su brazo derecho. Posiblemente haya sido anestesiado". 

Las cuencas vacías estaban llenas de hormigas.

"Podríamos suponer que se trata de un caso de tráfico de órganos", decía Colman, "pero eso no explica por qué dejaron el resto del cuerpo aquí".

Delgados juncos se mueven en el viento. El reportero se sostiene la gorra, la aprieta contra su cabeza porque el viento está arreciando. El espíritu del doctor Frankenstein quizá no quiera que la entrevista continúe. Una tormenta avanza hacia el lugar del crimen. Colman retrocede, mira hacia el suelo, lo examina nerviosamente. El reportero explica que deberán suspender momentáneamente la charla porque está comenzando a llover. El conductor del noticiero avisa que regresará después de la tanda publicitaria. Suena una música horrible. Una mujer rubia aparece con una licuadora en sus manos. Mete dentro de ella dos manzanas, una naranja. Enciende el artefacto y le pide a los televidentes que se preparen para presenciar cómo los alimentos se convierten milagrosamente en jugo. Otra música, también horrible. Un hombre moreno corre semidesnudo hacia una mujer que lo espera arrodillada, suplicando su presencia detrás de las letras que se unen para conformar el título de una telenovela brasilera. El hombre moreno abraza a la mujer, juntos se consumen en una misma llama de pasión y angustia. "Llamas de pasión", dice, y lo reitera, una y otra vez, una voz lejana y emotiva. 

Apago el televisor. Voy hacia el dormitorio. Me recuesto en la cama, cierro los ojos. Trato de no pensar en el cuerpo de ese niño abandonado en la maleza, pero no puedo.



EnanensteinWhere stories live. Discover now