No entendía cómo, pero de alguna manera siempre que se despertaba Damien había desaparecido de la nada y sin dejar rastro. En el fondo, era tan silencioso que tampoco era un gran secreto que justo antes del amanecer se marchaba por la ventana.
Ese día no fue la luz del sol lo que despertó a Carwyn, sino la suave llovizna que golpeaba la ventana y repiqueteaba sin parar.
A pesar de ser casi verano, ese día hacía un frío que hacía que Carwyn tuviera ganas de no salir de la cama en todo el día. Con el pelo revuelto y pisando el mármol helado de la habitación, llegó hasta su vestidor y rebuscó entre las prendas que tenía, en busca de algo que ponerse encima para no pasar frío. La fina camisa blanca que solía llevar no era suficiente esa vez.
Observó por la ventana que el cielo estaba completamente tapado por unas nubes oscuras que anunciaban tormenta.
Resopló. Sabía a la perfección quién acudiría a su cuarto si eso ocurría. Y también sabía quién no tenía la paciencia para aguantar a esa persona durante toda la mañana.
Pensó en darse un baño antes de salir al pasillo, pues así no haría falta tener a las sirvientas todo el tiempo alrededor. La gente solía creer que tener criados era algo bueno, y en cierto modo lo era, pues había muchas cosas de las que no se encargaba él; sin embargo, también era embarazoso que unas extrañas de su misma edad escogiesen su ropa o estuvieran todo el tiempo alrededor de él. Por no mencionar que la mitad se lanzarían a su cuello si el rey les diera la oportunidad.
Estaba debatiendo consigo mismo si hacerlo o no, pero justo entonces su atención se desvió hacia la puerta. Algo se deslizaba por debajo de ella, susurrando contra el suelo. Carwyn se fijó y se percató entonces que debía ser algo parecido a una hoja de papel. Más bien a una carta, a juzgar por la cera roja que había pegada en medio, cuya función era sellar ambas partes del sobre.
Frunció el ceño y caminó hacia ella, sabiendo ya de antemano quién era el autor. No podía ser otro más que Damien, estaba claro. ¿Quién más iba a lanzar una carta por la puerta a esas horas a la habitación del príncipe? Y sobre todo sabiendo que el asesino no estaba en la habitación con él.
Se acercó y la miró más de cerca, en efecto confirmándose sus sospechas de que se trataba de una carta. Una carta bastante formal, lo cual era perfectamente esperable de Damien.
La agarró con cuidado, como si fuese de cristal, y la miró más de cerca. La giró para ver la otra cara, encontrando allí solo dos palabras: «Para Carwyn». Suspiró, buscando alguna evidencia sobre quién era el emisor del mensaje; sin embargo, no ponía nada más. Se acercó el papel a la nariz, en busca de ese olor a vainilla que tanto caracterizaba a Damien.
Se sintió estúpido, sobre todo cuando se dio cuenta de que no olía a nada más que a papel común y corriente.
Inspiró hondo mientras rompía el sobre y sacaba la carta de él. Extendió el papel de inmediato, dejando caer al suelo el sobre y dejando a la vista una elegante letra que no conocía escrita sobre la nueva hoja.
«Estimado Damien Flamewinds:
Es mi deber y de mi orgullo como líder del cuerpo de baile de la realeza del Reino de la Luz informarle de que ha pasado correctamente la prueba de admisión para entrar en el grupo de danza del palacio.
Le espero pacientemente esta tarde al atardecer en el salón del trono para llevar a cabo una corta reunión de presentación con sus Majestades y su Alteza, a quien le ruego que le informe del acontecimiento dada su condición de patrocinador. Allí se le confiará todo tipo de información necesaria.
Atentamente,
Lancer Rainberd».
Carwyn sintió que el corazón le daba un vuelco, releyendo varias veces la carta. Aquel era un mensaje dirigido a Damien, lo que le daba a pensar que quizás se habían equivocado con el destinatario; a pesar de todo, Carwyn no pudo evitar emocionarse. Por el dios de la Luz, Damien había sido aceptado. A menos que fuese una broma de mal gusto por parte del asesino, le habían aceptado en el grupo de baile del palacio.
Tenía un hueco en el castillo. Quizás sí se pudiese llevar a cabo el trato que tenían, al final del todo. Y, por Labded, Carwyn ya no iba a tener que soportar a Damien más en su habitación, porque le iban a asignar una propia.
Se volteó de inmediato y corrió hacia la ventana, que estaba salpicada por las gotas de lluvia. El príncipe no se paró a observar ese detalle y la abrió, asomando la cabeza. Al parecer el cielo estaba haciendo caer el agua con más fuerza que hacía un rato, porque su cabello pelirrojo comenzó a empaparse poco a poco.
—¡Damien! —gritó. El chico no podía estar muy lejos, si es que siempre entraba a su habitación por la ventana. Tenía que informarle de la noticia—. ¡Damien!
—Estoy aquí.
Los latidos de su corazón se dispararon por el susto cuando una voz sonó tras él, a unos metros. Se dio la vuelta a la velocidad del rayo, sintiendo un agradable calor en su cabello ahora que no le caían más gotas encima. Ignoró el hecho de que estaba casi chorreando.
Allí, parado frente a la puerta y en medio de la habitación estaba Damien, completamente seco y mostrando una de esas sonrisas tan suyas. Carwyn estaba tan feliz que ni siquiera pudo enfadarse con él por haberle asustado de esa manera, sino que se aproximó con rapidez hacia él, la carta en la mano.
—¡Damien! ¿Por dónde has entrado...?
—Por la puerta, amore.
Carwyn hizo rodar los ojos y enseguida volvió a mirarle, levantando el papel donde estaba escrito el mensaje que le había alegrado la mañana.
—Oye, ¡¿te has enterado?! La carta dice que...
—Ya lo sé —interrumpió el contrario, como si se tratase de algo obvio—. ¿Quién crees que la coló por debajo de la puerta?
—Pero el sello estaba puesto.
—Ya te lo he dicho, tengo mis trucos. —Y Carwyn no quería saberlos. El príncipe suspiró, esbozando una sonrisa.
—Menos mal que has pasado la prueba...
—Ya te lo dije, soy el mejor bailarín que vas a ver en tu vida —respondió, con algunos aires de suficiencia. Damien frunció el ceño al ver el pelo empapado del príncipe, como si para él esa fuese una imagen horrorosa—. Oye, ¿qué se te ha pasado por la cabeza para salir ahí fuera con la lluvia que cae?
—No sabía dónde estabas, pensaba que te encontrarías fuera. —Sonaba más estúpido ahora que Carwyn lo decía en voz alta. Damien se rio y extendió el brazo para colocarle un mechón de pelo chorreando detrás de la oreja. El príncipe se apartó con aire molesto, incómodo mientras Damien apartaba el dedo mojado de su cabello.
—Vaya ocurrencias tienes, Alteza...
( . . . )
Era la primera vez que Carwyn caminaba por los pasillos del palacio en compañía de Damien. De hecho, era la primera vez que el príncipe veía al asesino en otro lugar del castillo que no fuese su habitación. Y, bueno... El salón del trono, si es que contaba la fiesta del rey.
El heredero estaba seguro de que jamás llegaría a acostumbrarse a la presencia de Damien. Tal vez se debía a lo que sabía de él. A que era un asesino. No podía evitar creer que en cualquier momento le haría algo, a pesar de que sabía perfectamente que no le convenía y que, por lo tanto, había muy pocas posibilidades de que eso sucediera.
Y estaba muy nervioso. Él apenas hablaría en esa reunión, pero le daba miedo cómo reaccionaría su padre ante Damien. Algo le decía que ellos dos no iban a llevarse especialmente bien, y temía que el rey la tomase con el asesino. O, lo que era peor, temía que Damien perdiera los estribos y le hiciese algo al hombre.
De todos modos, no quiso advertirle por si eso le ponía de mal humor. Un guardia les seguía detrás de ellos para asegurarse de que todo iba bien en el trayecto hacia el salón del trono.
La luz del amanecer se colaba por las enormes ventanas, cegando a Carwyn en algunas ocasiones y haciendo que Damien frunciera un poco el ceño. En efecto, la luz le molestaba mucho al parecer.
No obstante, cualquier tipo de detalle fue invisible a los ojos de Carwyn cuando entraron en el salón del trono.
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Rogando a la Luna
FantasyLIBRO 1 DE LA TRILOGÍA "CRÓNICAS DE LOS DOS MUNDOS". En el vasto Reino de la Luz, el joven príncipe heredero Carwyn ha crecido en un ambiente exigente. Dotado de una gran belleza y un carácter encantador, su mayor deseo siempre ha sido descubrir los...