XLIX: El abrazo de la oscuridad

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Lo siguiente que sintió Carwyn Palefair, además de verlo todo negro, fue un incontrolable dolor que emergía de su pecho y le hacía gritar.

Sus piernas le fallaron y no tardó en golpearse contra algo que supuso que era el suelo. Se irguió, sentándose mientras miraba a su alrededor con agonía en busca de algo, de alguien. ¿Qué había sido de Damien? ¿Por qué no estaba allí, con él?

Volvió a chillar cuando, en medio de aquel extenso vacío, el dolor se extendió por cada uno de sus músculos, haciendo que su corazón latiera con más fuerza. 

Sintió que alguien le arrancaba el alma como si le acabaran de arrancar todos los órganos de su cuerpo, y volvió a derrumbarse sobre un suelo invisible mientras boqueaba en busca de aire. El dolor continuaba ahí, obligándole a quedarse donde estaba sin poder moverse. 

Por unos instantes, pensó que iba a morir ahí, en mitad de la nada.

Luego vino el golpe. Una ráfaga que aire helado que se colaba por su boca, su nariz y hasta por sus ojos y que tomaba asiento en su pecho, en su corazón. Ocupó cada rincón de él, sintiéndose como hielo al principio, como si se estuviera congelando vivo en pleno invierno.

Luego, ese helor se convirtió en un calmante. El dolor lacerante comenzó a calmarse poco a poco, dejando de latir y desapareciendo. Ese horrible frío también lo hizo, dejándole sin aire y tirado en el suelo, exhausto como si le hubieran pegado una paliza. La oscuridad se volvió más intensa.

Y entonces, abrió los ojos.

Una suave brisa soplaba y unas briznas de hierba le acariciaban la piel y el cabello.

El cielo estaba oscuro y una enorme luna blanca brillaba en lo alto de él. Había silencio. Había paz. Había tranquilidad, como si estuviera solo en el mundo. Parpadeó algunas veces mientras notaba una sensación extraña en su pecho, como si algo hubiera cambiado dentro de él. Se llevó la mano a la cabeza y descubrió que sus rizos pelirrojos continuaban ahí, como siempre lo habían estado. Su cara continuaba siendo la misma, al menos al parecer.

No había ni una sola luz allí, a excepción de la de la luna. Ni una antorcha, ni una hoguera. Parecía que estuviera en mitad de un mundo creado solo para él, donde nada ni nadie podía interrumpir su silencio.

Volteó la cabeza hacia la izquierda y no encontró otra cosa que no fuese más del extenso prado sobre el que se encontraba tirado.

Luego la giró hacia la derecha y encontró a Damien allí tirado, junto a él mientras dormía y su cabello se mecía al ritmo del viento. 

Se irguió con el corazón a mil y volvió a parpadear, como si no fuese más que una ilusión.

Y no lo era. El joven estaba ahí, a su lado. Con su ropa de siempre y su cara de siempre y su cuerpo de siempre. Le zarandeó suavemente para despertarle, confuso por todo aquel lugar. No veía a Priscilla por ahí, y tampoco había ni rastro del templo de Nioma o de la diosa misma. 

Damien se revolvió un poco entre la hierba mientras abría los ojos lentamente. Poco a poco, fue encontrándose con ese cielo lleno de estrellas y esa gran luna con la que tanto había estado soñando. 

Y, por supuesto, también con el rostro de Carwyn que le miraba, impaciente y algo asustado por la situación. El asesino no pudo evitar esbozar una sonrisa mientras poco a poco se enderezaba, los músculos lentos y con una sensación de cansancio en el cuerpo. Visualizó el brillo en los ojos marrones del chico que amaba y la sonrisa amplia de su cara, mientras este experimentaba la mayor felicidad que jamás había sentido. Giró la cabeza para mirar a su alrededor.

Y cuando lo hizo, el Asesino de la Medianoche supo que había vuelto a casa. 

Rogando a la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora