XL: Encerrado en el calabozo

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Tiritaba de frío, derrumbado sobre un helado suelo e inmerso en oscuridad.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero en medio de aquella lobreguez estaba seguro de que no iba a poder averiguarlo.

La única luz que se dejaba ver era la de una antorcha pegada a la pared de lo que parecía ser un pasillo. Damien trató de ponerse de rodillas, con el cuerpo tembloroso, y miró a su alrededor. Su visión nocturna no ayudaba demasiado en aquella situación, pero sí lo suficiente como para hacerle saber que se encontraba en una celda.

Una celda.

Lo supo en el momento en el que se dio cuenta del aire frío que inundaba el lugar y de los barrotes que se interponían entre el pasillo y él. Un goteo se escuchaba no muy lejos de allí, y el primer reflejo del asesino fue correr hacia los barrotes.

Cerró las manos en torno a ellos, intentando sacar la cabeza para ver lo que le rodeaba, para intentar encontrar cualquier cosa que le pudiera sacar de allí. Porque iba a salir. No iba a dejar que le hicieran absolutamente nada allí abajo, no tan cerca de hallar la solución para regresar al Reino de la Oscuridad.

Gritó mientras sacudía los barrotes de la celda: en parte para desahogarse y en parte para tratar de llamar la atención de alguien que pudiera ayudarle; sin embargo, no había nadie. Solo un guardia apostado al final del pasillo, donde parecía estar la puerta de acceso a aquel lugar.

—No intentes hacer nada, chico —sonó la voz de un hombre mayor. No en su misma celda, pero probablemente en una cercana. Damien dio un respingo y se sobresaltó. Inspeccionó los alrededores con la mirada, pero no llegó a encontrar al propietario de esas palabras. El desconocido siguió hablando—. Si te han encerrado aquí abajo, en el calabozo, entonces estás perdido.

—¿Quién eres? —susurró Damien, como si fuera para sí mismo. Se apartó de los barrotes y sintió la furia de su interior escalar sus músculos, cegarle los ojos. Tenía ganas de pegar a algo, a alguien. Necesitaba desahogarse. El anciano no pareció escucharle.

—No sé el motivo por el que estás aquí, pero créeme que en este sitio, las noticias corren como la pólvora. Pronto todo el palacio y todo el reino sabrá la razón —suspiró. Esas palabras no ayudaron en absoluto a Damien, que solo apretó tanto los puños como la mandíbula y volvió a aproximarse a los barrotes. 

El silencio se hizo en el calabozo en el que el asesino ya había asumido que estaba. No era el primero que pisaba, desde luego que no, pero en todas sus experiencias anteriores había tenido una razón para estar allí; sin embargo, ¿qué había de esa vez? No entendía nada, tan solo había estado en su habitación sin hacer nada más que rogarle a la luna hasta que el rey había irrumpido con sus guardias.

Y como si fuese arte de magia, una puerta al fondo del pasillo y junto al único guardia que había se abrió.

La luz de varias velas más inundó todas las celdas y todo el pasillo, cegando a Damien. Se colocó una mano frente a los ojos hasta que estos se acostumbraron. Un montón de pasos de personas diferentes se instauraron en el lugar. Pero había unos que se escuchaban más que los otros, como si fuesen más pesados o más importantes.

Y el asesino encerrado en la celda no pudo evitar ponerse a la defensiva cuando vio al rey avanzar el primero entre aquel estrecho pasillo, acompañado de su séquito de perritos falderos vestidos con armaduras.

Les fulminó con la mirada, mientras que el hombre solo le dedicó una sonrisa malévola. Se acercó lentamente a su celda, observándole como si fuera un animal encerrado en un zoológico. Damien le habría arrancado la cabeza sin dudar de no ser porque aquellos barrotes inquebrantables se levantaban entre él y aquel sucio monarca.

Rogando a la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora