XXIX: Calma después de la tormenta

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En efecto, ver a Damien hacer eso había sido horrible para Carwyn. 

El asesino hizo una mueca de dolor, sentado sobre el cómodo colchón de la habitación del príncipe, cuando este pasó por encima de su herida una gasa con solo los dioses sabían qué. Profirió en quejido al notar el dolor y el escozor, pero Carwyn no se detuvo.

—Mira que eres bruto —regañó el heredero, con el rostro del contrario a apenas unos centímetros, observando muy de cerca. Como siempre que se aproximaba él, ese olor a vainilla inundó sus fosas nasales, pero se esforzó para que eso no supusiera una distracción. Damien no respondió, observando fijamente todo el tiempo esos ojos marrones y dejándole hacer.

En el fondo, Carwyn se alegraba de que hubiera matado a ese vidente. Habían obtenido información gratis, y además no había riesgo de que nadie dijera nada sobre esa salida que tan mal había acabado.

Afortunadamente, Damien no había sufrido ningún otro daño.

Ninguno de los dos mencionó nada sobre lo que el hombre había dicho, sobre todo aquello del ritual. Carwyn todavía tenía muchas dudas sobre ello, a pesar de que había estado dándole vueltas al asunto durante todo el regreso al castillo. Quizás Damien supiera más sobre el tema, pero no quería agobiarle ahora con todo aquello.

—Te quedará una cicatriz cuando se te cure, pero no creo que se vea mucho —informó el príncipe, para dejar de pensar en esos temas de una vez. Damien no pareció alarmarse demasiado.

—No te preocupes, estoy acostumbrado. Tengo el cuerpo lleno de ellas.

Carwyn se apartó, dejando de pasar la gasa por el corte de pronto y mirándole a la cara.

—¿Qué?

El asesino inspiró hondo para sí mismo y, a continuación, se quitó la poca ropa que llevaba en la zona del torso, quedándose solo con el pantalón puesto. Carwyn desvió la mirada por pura incomodidad y vergüenza, hasta que el contrario se dio la vuelta, dejando a la vista su espalda desnuda.

Y lo que vio allí fue peor que unos simples abdominales como los que habría visto de no haber apartado la mirada de su torso en un principio. Su espalda como tal no estaba hecha un desastre hasta el punto de ser horrorosa, pero... Estaba llena de cicatrices de cortes y heridas, marcas de golpes, muchos golpes, y hasta algún que otro cardenal que probablemente se había curado pero todavía no había perdido el color del todo. 

El príncipe abrió mucho los ojos, pasando un dedo con suavidad por cada una de esas cicatrices y heridas, solo para asegurarse de que eran reales, de que su cerebro no estaba imaginando nada. Nunca había visto una espalda tan maltratada. Abrió la boca, haciendo esfuerzos para hablar; no obstante, le llevó varios segundos llegar a hacerlo. 

—Pero... ¿Quién te ha hecho esto? —quiso saber, mientras se obligaba a sí mismo a acordarse de respirar. Damien volteó la cabeza para mirarle, todavía de espaldas.

—Era parte del entrenamiento de cuando era pequeño y no tan pequeño... Además de peleas que me llevaba y castigos que me caían —explicó, con un tono de voz vacío. Era como si todo aquello fuese lo más normal del mundo, aunque Carwyn suponía en el fondo que así debía ser para él—. Una vez, cuando tenía quince años, unos asesinos de un clan enemigo me drogaron la bebida y luego me llevaron a su casa. Me dieron sesenta y seis latigazos hasta que mi maestra, Saeran, apareció para sacarme de allí. 

El príncipe palideció, observando con los ojos como platos esas marcas en la espalda. Quince años...

Apartó los dedos con cuidado, como si temiera hacerle daño con su contacto en esas viejas heridas. 

Rogando a la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora