Rooney's POV
No lograba entender por qué los días seguían pasando y aún me quedaba el resfriado. Gracias al cielo ya no presentaba fiebres, pero mi garganta dolía y mi nariz estaba bastante constipada. Seguro que si indagaba un poco más en los hechos, encontraba una sola pista y la respuesta a este perseverante virus: "cortisol". ¿Saben bien de qué hablo? y mientras lo narro —después de haber tomado un par de decisiones para salir adelante— voy preparando el milagroso té de ginger, miel y limón. Ese que nunca le falló a la mamá de mi mamá, que nunca conocí, y a la mismísima de mi madre. En fin, hablemos de la también conocida "hormona del estrés". Bien, su propio nombre puede darlo a entender todo. Se trata de una hormona que tiene el poder de aumentar, mientras que el ser humano se echa más peso a la espalda, o más estrés en simples palabras. Es como un veneno silencioso, que comienza a apoderarse de la mente y el cuerpo de las personas. Si no se le sabe controlar, he ahí los problemas cardíacos, gastrointestinales por ansiedad, la ansiedad como tal, caída de pelo, aparición de moretones, sequedad en la piel, temblores en el cuerpo, y lo peor sería un infarto. ¿Cómo se trata? se supone que quitando la acumulación de preocupaciones, cosa que aún siendo estudiante de psicología veo bien complicado, pero no imposible. Partí de ese mismo hecho, de no comerme tanto la cabeza para ponerle solución a este resfriado, que se entretenía mezclándose con una culpa que cargaba: Edith.
Así es, los días no solo se me pasaban entre estornudos, sino que con la maldita insistencia de su padre, quien aún no quería dar el brazo a torcer para que aunque sea Cate fuese a visitarlos. Ella, por su parte, se veía bastante decaída, pero una vez que notaba que la miraba más de la cuenta —según ella psicoanálisis— volteaba a sonreírme y a seguir como si nada, como si no le hubiesen arrebatado lo más importante de su vida, y que según mi corazón era por mi culpa.—Mamá, ¿por qué es necesario que las orugas pasen por la meta...-
—Metamorfosis, mi cielo—con su dedo índice dio un toque fugaz a la punta de mi nariz.
—Eso. ¿Por qué, mami?—papá me había comprado un libro de ciencias para niños de primaria y el dato más impactante para mí, en ese momento, fue el proceso de metamorfosis. No solo se oía alucinante, sino que hasta molesto, porque no hallaba una respuesta concreta.
—Tendríamos que cuestionarnos hasta el color de nuestra piel—me sonreía, aún notándome algo impaciente—Te sorprenderías si te dijese que las mariposas no pueden ver sus alas—pasó de página, señalando y confirmando lo que acababa de decirme—Pero si regresamos a la metamorfosis y su moraleja...—se puso de pie—Creo hija, que todos estamos en este proceso de la vida. Hay cosas que simplemente suceden y nos duelen o nos hacen enojar—tomó su labial—pero llegará el día en que esos sucesos tengan respuestas y más vale que si nos crecen lindas alas, seamos capaz de verlas—me colocó frente al espejo, después de aplicarme el labial—Es como...—se puso a mi altura—Cuando aprendiste a montar la bici, tuviste que caerte algunas veces, porque es parte de hacernos fuertes, ¿no crees?—asentí con una sonrisa. Siempre me sacaba sonrisas.
—Y ahora sé manejar—tomé su mano.
—¡Y ahora sabes manejar!—
También sé que los procesos endurecen corazones, pero dejé reposar mi fe en esos momentos que me regalé con Edith. No solo jugamos mucho, sino que teníamos conversaciones largas que nos acortaban el tiempo y las ganas de volver a vernos.
Revisé la galería de fotos de mi teléfono. Estaba llena de imágenes que ella se tomaba a sí misma, mientras yo me descuidaba. Las abracé, con pena en el pecho, pero diciéndome a mí misma que esos ojitos azules pronto encontrarían los míos, y que en el peor de los casos, la encontraría llorando por algún golpecito.