𝑹𝒐𝒋𝒐

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No eres eso, basta de decirte así

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El ambiente estaba cargado, como si el aire mismo pesara más de lo normal. Cuarenta cabezas se inclinaban sobre hojas de examen, los ojos clavados en las preguntas que parecían burlarse de ellos. Algunos tenían los labios apretados, otros las manos temblorosas. Nadie se atrevía a levantar la vista.

El maestro caminaba entre las filas como un predador, el crujido de sus zapatos resonando en el silencio sofocante. Su presencia era suficiente para helar la sangre. Nadie en su sano juicio se atrevería a hacer trampa. Todos sabían que el precio era alto: repetir el año o, peor aún, la expulsión.

Pero entre el mar de rostros tensos, una chica destacaba. Sus manos se movían con agilidad, llenando las respuestas con una calma que parecía casi imposible en ese momento. No era casualidad. Dos días antes, Luther le había dedicado horas de estudio, repasando con ella cada detalle.

Mientras escribía, su mente vagó hacia él. Lo recordó inclinándose hacia los libros, explicándole pacientemente con esa voz que podía calmar cualquier tormenta. Sus manos, adornadas con pocos pero elegantes anillos, pasaban las páginas con un ritmo metódico. 

Ella podía visualizar el contraste de su camisa oscura contra las paredes claras de su casa, como si esa imagen estuviera grabada a fuego en su memoria.

Y también recordó su abrazo. Ese momento en el que sintió que él sostenía todo su peso, física y emocionalmente, con una delicadeza que nadie más había tenido con ella.

Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, pero rápidamente la borró. ¡Concéntrate! Estás en un examen.

Fue una de las primeras en terminar. Al salir del salón, su corazón latía con una mezcla de alivio y entusiasmo. Había hecho un buen trabajo, y todo gracias a Luther. Quería contarle cuánto le había ayudado.

Sin embargo, sus pensamientos felices se vieron interrumpidos al descender por las escaleras. Sacó su teléfono y buscó su contacto. Luther extraño. Sonrió al ver cómo ahora lo tenía guardado como Luther ♡.

Justo cuando iba a llamarlo, un chico pasó corriendo y la empujó bruscamente. Su teléfono voló de sus manos, estrellándose contra el suelo.

—¡Oye, ten cuidado! —gritó, pero el chico no se detuvo.

Recogió su teléfono, pero la pantalla estaba destrozada. Apenas tuvo tiempo de lamentarlo cuando algo más llamó su atención.

Un ruido. No, varios ruidos. Primero pasos apresurados. Luego gritos. Después... disparos.

El tiempo pareció detenerse. Sus ojos se abrieron de par en par mientras su pecho se llenaba de un frío paralizante. Miró a su alrededor, viendo cómo los alumnos corrían despavoridos, muchos con lágrimas en los ojos. Su mente tardó unos segundos en procesar lo que ocurría.

Vienen por mí.

El pensamiento atravesó su cabeza como un rayo, helándola hasta los huesos. Corrió hacia su salón, donde otros alumnos se amontonaban, empujando muebles contra la puerta en un intento desesperado de bloquearla.

—¡Coloquen las mesas sobre las ventanas! ¡Protejan las entradas! —gritó, su voz apenas firme mientras su corazón latía descontrolado.

Pero el miedo colectivo era contagioso. Los sollozos llenaban la sala, y cada golpe en la puerta resonaba como un trueno en su mente.

—Esto no está pasando... —murmuró para sí misma, abrazándose los brazos en un intento inútil de consolarse.

Cuando la puerta finalmente cedió, el caos entró con una fuerza brutal.

𝑳𝒂 𝑴𝒊𝒔𝒊𝒐́𝒏 | 𝑳𝒖𝒕𝒉𝒆𝒓 𝑯𝒂𝒓𝒈𝒓𝒆𝒆𝒗𝒆𝒔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora