Capítulo 4.

1.8K 80 9
                                    

Narrador omnisciente

Alessandro se acerco un poco a la cama de la joven para apreciarla, estaba tan obnubilado por su belleza que todos sus pensamientos coherentes se esfumaron.

Atenea permanecía inmóvil en su lecho presa del miedo que le causaba el hombre parado a los pieceros de este y que la miraba con una ferocidad que la aturdía. No sabía porque había un hombre en sus aposentos y comenzó a pensar en la actitud extraña que había tenido su padre cuando fue a verla.

El rey trato de acercarse más, pero cuando lo intento la joven se levanto abruptamente de su lecho. La vista que obtuvo de la joven lo hizo arder de deseo, haciendo que cierta parte de su cuerpo empezara a despertar, pues la chica solo llevaba puesta una bata de dormir que transparentaba un poco.

Ella noto su error cuando observo la mirada de ese hombre oscurecerse por completo y en un intento absurdo intentó cubrirse con sus manos.

— ¿Q-Quién eres? — volvió a preguntar, cuando no obtuvo respuesta a su pregunta al principio. —¿Q-Que es lo que quiere? — se regañó a sí misma por sonar tan temerosa.

Alessandro volvió a sonreír y se acerco a la joven causando que esta retrocediera y chocara con la pared a su espalda.

— A ti — respondió con voz gruesa a causa del deseo — te quiero a ti, mi pequeña diosa. — termino por decir cuando se acerco lo suficiente para tocarla. Su mano recibió una pequeña descarga cuando tocó, por fin, su rostro.

Ella intento alejarse, pues su piel se erizo ante el tacto de ese hombre; pero no tuvo a donde ir, estaba presa entre la pared y aquel hombre quien la miraba con una expresión que ella no podía descifrar, entre el deseo y la adoración.

— No quiero hacerte daño, pero te deseo tanto que no se si pueda controlarme. — susurró cerca de su oído. Le estaba costando no saltarle encima y poseerla como lo había deseado desde que tuvo edad suficiente.

Atenea temblaba un poco y no deja de mirar esos ojos grises tan hermosos y que ahora estaban tan oscurecidos que le daban miedo, jamás había visto ojos así en todo el reino y entonces un recuerdo de unos ojos así, pero más dulces y pacíficos cruzo su mente, pero se negó a creerlo, pues aquel niño que conoció alguna vez no tenía nada que ver con este hombre, el solo pensarlo le resultaba ridículo, repitió varias veces ese pensamiento, sin dejar de mirar esos ojos.

Alessandro no dejaba de mirarla le resultaba tan hermosa que anhelaba besar sus labios, el deseo fue tanto que no aguanto más y lo hizo, poso sus labios sobre los de ella con una delicadeza que lo sorprendió, se negaba a ser un bruto con ella e iba a adorarla de ahora en más.

Atenea estaba ten estupefacta que permaneció inmóvil en su sitio percibiendo la calidez de esos labios sobre los suyos, no pudo evitar enrojecerse, pues ese había sido su primer beso.

Él se separó segundos después y al verla enrojecida comenzó a depositar pequeños besos por todo su rostro, la sensación le causo a Atenea un hormigueo en su cuerpo que se concentraba más en su lado sur.

Los segundos pasaron y Atenea comenzó a soltar pequeños ruiditos, cuando Alessandro comenzó a besar su cuello y mordisquear el lóbulo de su oreja. Lo que sentía la abrumaba y se regañaba a si misma, porque de alguna manera le gustaba lo que hacia ese hombre con su cuerpo y la forma en que la llamaba, no sabia porque lo hacia pues ella distaba mucho de ser una diosa, sin embargo, aquel apodo le causaba curiosidad y sensaciones que no sabía describir.

Perdió la noción del tiempo en el que estuvieron así, se despejo un poco cuando sintió la textura de su lecho a su espalda, pero aún seguía aturdida por lo que sucedía. Él se encargo de desnudarla y luego hizo lo mismo consigo mismo.

Atenea estaba tan perdida en lo que estaba experimentando que solo sintió las lagrimas correr por sus mejillas cuando esté ingreso en su interior.

Alessandro no dejo de acariciarla y besarla en ningún momento, sabía que había actuado mal y que esa no era la manera de hacerlo, pero lo disfrutaría y se encargaría que ella también lo hiciera.

Pero luego pensó que tenia que herirla, no físicamente, porque jamás se lo perdonaría, si no con palabras y acciones, para que ella deseara huir de aquel reino. Entonces dijo con voz gruesa: — haber pagado todo ese dinero por ti, fue lo mejor que pude haber hecho.

Aquello desato las lágrimas en Atenea quien se sintió como una cosa sin importancia que puede ser vendida a cualquiera. Entonces todo lo ocurrido conecto en su mente en un solo pensamiento, su padre la había vendido a aquel hombre.

Atenea no pudo dormir en toda la noche, pero el hombre a su lado si lo hizo o fingió hacerlo, pues dentro de él se torturaba por lo que había dicho y lo que haría después.

En algún punto de la madrugada Atenea observo al hombre levantarse y depositar una bolsa sobre la mesita al lado de su cama, luego lo observo vestirse e irse.

Aquella acción hizo sentir a la joven como una de esas mujerzuelas a las que les pagan por su servicio, lloro entonces como nunca lo había hecho antes, sentía una rara presión en el pecho, por todo lo que estaba sintiendo.

Reunió el valor necesario y salió de su cama, notando el escozor e incomodidad que sentía en su entrepierna, tomo sus cosas y se vistió, y sin mirar atrás siquiera, salió de la que había sido su casa en dirección al castillo con una decisión firme ya tomada, se iría hoy mismo sin importar que.

Ni siquiera noto que sus padres no estaban en casa cuando salió y eso no podría estar más lejos de importarle.

El rey, quien se había quedado y adentrado a su carruaje, observo salir a la chica, no estaba orgulloso de lo que había hecho y se sentía un miserable por ello; ordeno a su cochero que la siguieran a una distancia prudente y cuando está llego al castillo ordeno que ejecutaran el plan, para que Atenea se fuera sin inconvenientes de aquel reino.

No deseaba lastimarla más.

Clarissa, no había podido dormir en toda la noche, estaba tan preocupada por la chica, que se había sentado cerca de la puerta de los sirvientes del castillo, aguardando por ella. Cuando la vio entrar casi le dio algo, la chica estaba desaliñada y se notaba a sobremanera que estaba llorando, eso la preocupó aún más.

Atenea en cuanto vio a Clarissa corrió a sus brazos y se refugió en ellos.

— Ay, mi niña. ¿Qué sucedió? — pregunto la muy asustada mujer al notar lo mal que se veía, incluso estaba un poco pálida.

— Q-Quiero irme de a-aquí, por favor. — respondió esta entre sollozos.

Aun era de madrugada, pero a Clarissa eso no le importo y llamo a Oscar para que las ayudara. Oscar y Clarissa ya tenían todo preparado para poder salir del reino, por lo que llevando consigo a una apesadumbrada Atenea ejecutaron su plan.

Esperaron a que ningún guardia rondara la puerta de sirvientes y salieron del castillo. Atenea no sabia si quiera como había entrado sin que los guardias la detuvieran, pero eso distaba de importarle en ese momento.

Después de caminar un largo camino, llegaron al pueblo donde los esperaba ya, Darío, otro guardia del rey, quien los sacaría en un carruaje en el que solía transportar algunos alimentos y barriles desde que estaba en ese reino.

Atenea y Clarissa subieron en la parte trasera de este y se ocultaron detrás de los barriles, Oscar subió al lado de Darío y fingió ser su acompañante cuando los detuvieron a la salida del reino, la revisión fue breve, pues detrás de ellos iba el carruaje del rey de Diermissen, quien ya se retiraba y no podían hacerlo esperar, haciendo que los guardias solo dieran un vistazo y los dejaran pasar.

Anduvieron por horas hasta que llegaron al reino Diermissen, Atenea ya se había calmado e iba observando el paisaje, no podía creer lo que había ocurrido, pero si sabía que comenzaría una nueva vida, lejos de sus padres y de lo sucedido. 

La obsesión del reyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora