chpt. 17

358 30 15
                                    







Las mañanas en Lafayette carecían de algún atractivo especial, o por lo menos eso es lo que ella creía.

El sol veraniego no se reflejaba tal como en la ciudad a la que dejó atrás. Incluso con cielos despejados e interminablemente azules, los rayos de luz hacían poco por levantar el velo de tristes tonalidades grisáceas debajo del que semblantes y fachadas se ocultaban por todas las calles, arriba y abajo.

Aún así, encontraba algo ligeramente agradable en las caminatas por los verdes pastizales y por los campos tupidos de maíz que flanqueaban su camino hacia el pequeño mercado, una recompensa  que le hizo aceptar su rutina matutina con menor pesar. Después de todo, este era ahora el lugar donde vería a su hijo crecer.

Encendió un cigarrillo empujando un mechón de su desordenado cabello castaño detrás de su oreja y caminó más despacio, pues aunque conocía ya el sendero, el pequeño viaje era lo único realmente atrayente de abastecer su despensa. A decir verdad, adentrarse en el mercado atestado de melenas bien peinadas y cuchicheos era el paso más incómodo los Jueves a medio día. No es que ella fuese una persona demasiado quisquillosa ni arisca, era más bien que todo lo que implicara presencia humana en aquel lugar estaba cargado con tantos voltios de hostilidad que resultaba casi mortal.

Vislumbró con resignación el verde opaco de la fachada al final de la calle y le pidió a sus pies de calcetines sin combinar que esperaran. Estaba a unos pasos de la puerta cuando observó salir con una velocidad sorprendente a Sharon Bailey, tenía el rostro -usualmente pálido y desprovisto de emociones- completamente turbado y teñido de un tono casi mortecino que ni el maquillaje parecía disimular. Su cabello corto y pelirrojo pareció erizarse cuando cruzaron miradas por un segundo y sus ojos verdes se abrieron con tal sorpresa que casi le hicieron creer a Sonja que le habían crecido cuernos en la frente y manchas en la piel sin que se hubiera dado cuenta. Entonces, su menuda figura se desvaneció con mayor rapidez, desapareciendo detrás de las carátulas muertas de los edificios.

Por un momento estuvo apunto de ir tras ella, perturbada por lo que vió reflejarse en el rostro de facciones delgadas. Sin embargo, eran conocidas únicamente de nombre y por experiencia adquirida sabía que aquella mujer no era fanática de las personas, ni del apellido Isbell en específico.

Ahuyentó cualquier impulso y lanzó la colilla del cigarrillo debajo de su zapato, casi rindiéndose ante la necesidad de encender otro,. Pasó una de sus manos delgadas por sus mechas ásperas y finalmente se adentro en el lugar, preguntándose qué podría haber sucedido ahí adentro como para hacer a Sharon Bailey correr con aquella cara.

Fue hacía donde se ubicaban las verduras, tomó un par de tomates y los miró por todas partes al mismo tiempo que sus oídos recolectaban con disimulo pequeños susurros de las multitudes que se agazapaban en los rincones, siguiendo con decenas de ojos la intersección por donde la señora Bailey desapareció hace unos minutos.

Con las bolsas llenas rebuscó en su monedero, tendiéndole a la adorable muchacha rubia del mostrador un par de billetes y algunos cupones. Mientras los bips sonaban en un tempo constante, los murmullos que iban y venían por toda la habitación se hicieron más interesantes, más alarmantes. El temblor en sus manos hizo que casi dejara caer los centavos en una vergonzosa escena, insultos, respingos indignados y frases desdeñosas eran todo lo que se escuchaba, y todas apuntando sus mirillas a dos parias locales con apellidos demasiado familiares.

"El hijo de los Bailey resultó ser tremendo marica..."

"Siempre lo dije, ese chico Isbell actuaba demasiado raro, nunca me dio buena espina". Se persignó una mujer regordeta, una muy conocida por envenenar a los gatos en su cuadra.

"Y esos dos puñales todavía caminan por aquí como si nada, ¿qué hay de nuestros niños?".

El color se había escurrido de la piel de su rostro alargado como si le hubieran lanzado un balde de agua helada, apretó una bolsita con especias tan fuerte que la pimienta por poco y estalla.  Aquel acto teatral le era tan conocido como su reflejo mismo, uno vil y desbordante de hipocresía que le provocaba náuseas. Salió tan pronto como pudo, incapaz de seguir siendo testigo de todo el veneno que se escurría por las grietas y que no tardaría en llegar al refugio que construyó.

𝗰𝗵𝗲𝗿𝗿𝘆; izzaxl.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora