Prólogo

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La imagen de dos figuras se reflejaba ante la pared de un despacho sumido en sombras. Había una pluma inclinada sobre el papel de un libro entintado, en el que las palabras se plasmaban con cada trazo que resintiera la hoja. Mientras tanto, el escriba con cabello corto mantenía un puño firme en la conclusión de su escritura. Su cabello tenía tonalidades tan claras como el castaño llegaba a permitir y tan oscuras como el rubio deseaba para llamarse a sí mismo rubio.

Una petición de privacidad surgió ante el hermetismo de la nota. La tinta parecía inscribirse sobre la piel misma de manera pausada y constante. Emergía de la mano y se expandía por regiones del brazo, mientras el mayordomo advertía sobre la presencia de un niño que jugaba en el vestíbulo.

Aiel no planeaba marcharse sin despedirse. Por lo tanto, a mitad del texto, expresó su gratitud a Percival desde aquel escritorio por la crianza que le había proporcionado.

No hubo lágrimas ni palabras de arrepentimiento, tan solo una demanda por parte de aquel hombre lleno de incertidumbre acerca del futuro. Eran las mismas dudas que giraban en torno a la seguridad de su único heredero y que fueron confiadas al mayordomo, instándole a cuidar al niño como si fuera su propio nieto. La solicitud se basaba en la lealtad, algo que la fortuna de la familia, bajo su resguardo, no podría comprar y que cimentaba sus bases en una amistad de la cual ambos habían sido testigos.

La puerta se cerró. Sobre el escritorio se redactaba aquella carta dirigida a quien pudiera interesar: varias personas formadas a lo largo de una amplia fila en el mundo. Pero en especial, iba dirigida al heredero designado entre líneas, así como a su descendencia.

El negro se expandió aún más sobre la piel clara, llegando al cuello, donde trazó figuras abstractas que alcanzaron labios y lengua por igual. Tenían suficiente color para destacar, evitando disimular el rastro y que las letras en la hoja se interrumpieran. No hubo dolor, solo un pequeño texto calculado con destreza para que perdurara el tiempo necesario antes de que las marcas consumieran el cuerpo y corrompieran el alma a través de los ojos. Espacio suficiente para escribir las últimas palabras que un padre dedicaría a su primogénito.

Al final de la nota, sellaba la voluntad de todo un linaje con la palabra «Adler». La pluma trazó la última letra con precisión y se detuvo.

El mayordomo entró al despacho sin demostrar sorpresa por el desenlace. La tristeza que se reflejaba en su rostro parecía seguir los mismos caminos que había transitado en el pasado, evitando caer en la melancolía, ya que esta era la tercera vez en la que se enfrentaba a una situación muy similar. Tomó la carta y la introdujo en un sobre que selló con magia muy avanzada. Por precaución, arrancó otra página en blanco y la introdujo en otro sobre del mismo tipo, mientras el cuerpo del señor de la mansión aún permanecía fresco en la silla detrás de la mesa.

Era imposible que la Muerte negara dignidad a quien con dignidad la había convocado dentro de esas paredes. Aiel partió, recostado en el respaldo de su silla, con los ojos cerrados y sin un solo rastro de sangre que empañara su imagen.

Esa noche seguía el camino trillado de otras noches en la vida del mayordomo, quien se sumía en una tarea repetitiva. Anhelaba tener vida para cumplir con su deber de entregar el mensaje al heredero. Hasta entonces, debería mantenerse seguro en el mismo cofre donde ocultaba un curioso mineral de estructura cristalina.

Cerró la tapa de la pequeña caja y la guardó en su recámara, un lugar donde nadie ajeno a la familia la buscaría, jamás.

Evermore: niños perdidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora