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Jared Mattews.

En la isla, sin noción del tiempo.

El denso camino se extiende a mí alrededor como un enorme campo de futbol. El claro, cuya forma circular está rodeada por inmensos árboles de todas las formas, aparece ante mis ojos de una manera muy imponente. El sudor recorre mi cuerpo y siento la fatiga en sincronía con mi acelerado corazón. Libero el aire y coloco mis brazos sobre mi cintura hasta que pueda recuperar por completo el aliento.

Los sonidos del misterioso bosque me sobresaltan y unas pequeñas aves emprenden el vuelo hacia un extremo de donde yo permanezco de pie. Esta isla es totalmente diferente a lo que pudiera imaginar y aunque no tenga ni idea de dónde diablos estoy, debo ser sumamente cauteloso y tratar de buscar una salida.

Solo en ese momento puedo notar la pequeña cortina de humo que sobresale del metal fundido del helicóptero que se eleva unidireccional hacia el cielo y, observo, para mi gran pesar como la mayoría del aparato ha quedado hecho añicos sin muestra aparente de vida alguna.

De pronto, recuerdo algo. Fugaz.

Nathan.

¡Mierda, Nathan!

Debo estar aun en estado de shock porque no puedo siquiera cavilar de forma correcta lo que sucede ante mis ojos. Mi mente está hecha un caos postraumático y sé por experiencia propia que todo este aparatoso accidente va a dejar alguna consecuencia a corto y largo plazo en mi memoria.

Sin dar lugar a la duda. Miro en derredor en busca de ayuda o algún indicio de mi compañero de viajes.

— ¡Nathan! ¡Nathan!

Mi voz se eleva por todo el lugar en forma de eco, y algunas aves salen disparadas desde su escondrijo en las copas de los árboles.

Siento el fuerte calor quemar mi piel. El enorme sol resplandece en alguna parte de este extraño lugar y entonces, como un experimentado militar que soy, decido salir de aquel claro en busca de vida humana.

El lugar huele a humo y metal.

El helicóptero Harvin Z-20, ya está reducido a cenizas y solo rezo para mis adentros que Nathan se encuentre a salvo. La verdad no recuerdo netamente que ha sucedido, lo único que de una manera obnubilada puede mi mente evocar es estar volando por las bravías aguas del Atlántico hasta la costa de Puerto Rico, tras el momento mismo que perdimos conexión con la central del helipuerto y entonces de una forma... espera, ¿era una avioneta o un helicóptero?

Mi cabeza comienza a doler.

Siento como si una prensa de hierro me aprieta el cráneo lenta y cruentamente. Los ojos me duelen; mi respiración, arde.

Grito.

El rugido sale de mi boca y hace que caiga de rodillas en el inicio del bosque que rodea el claro. Me llevo las manos a los oídos y noto como mi visión se torna roja y dolorosa.

Lo sé antes de que suceda. Voy a desmayarme.

— ¡Ayuda!

Caigo de bruces. El golpe me deja sin aliento y el dolor se incrementa aún más. Todo me da vueltas. Todo se cierra sobre mí.

Finalmente, con las pocas fuerzas que me quedan pido a Dios que me proteja de todo lo que me está sucediendo en aquel misterioso lugar... hasta que por fin, a los pocos segundos de no culminar la oración en mi mente, sucumbo ante la formidable oscuridad.


***

Un tiempo después.

Los días han transcurrido con rapidez y la situación cada día empeora más. El tiempo pasa a destiempo, las noches aquí son muy largas y frías... muy inhumanas. No solo para mí sino para todo el entorno que me acompaña en mi soledad. En momentos de gran calor, al poco rato cae una torrencial lluvia y debo buscar para mi protección un refugio alejado de la playa. En otras situaciones no muy diferentes de fríos, comprendí a la cuarta noche en la isla que la mejor opción es ir a lo más alto de las montañas, cerca de los acantilados. Ahí en cambio, la roca y el aire son meramente calientes; lo que me hace pensar que quizás esté sobre un volcán dormido o sobre roca magmánica pero lo cierto es que los días pasan velozmente y la esperanza me abandona y amenazan con morir aquí. A ciencia cierta no sé cuántos días llevo en la isla. Lo que sí es una verdad cruel es que nunca encontré indicios de vida de mi amigo Nathan.

Los recuerdos, sobre todo en las noches, aparecen como imágenes abominables y me muestran fragmentos sólidos del accidente en helicóptero.

Porque sí, fue en helicóptero.

Pero así como aparecen se vuelven a esfumar y me dejan confundido y un tanto desorientado. Aunque de cierta forma estoy seguro de algo: hay otras cosas más tangibles que me alteran por completo. La falta de agua, por ejemplo.

La mañana está un poco temperamental para mi sorpresa. Las palmeras que se expanden por la playa se alzan como centinelas con sus amplias y verdosas ramas colmadas en su mayoría de coco fresco. Este maravilloso fruto me ha salvado de la muerte en los últimos días, cuando sentí los primeros signos de deshidratación: frialdad, dolor, inapetencia y sed. En el instante mismo que mi cuerpo pedía a gritos tan anhelado líquido, pude entender que me quedaban apenas poco segundos de vida. Así que me armé de valor con las escasas fuerzas que tenía y decidí salir de mi escondite en el interior del formidable bosque.

Caminé y caminé sin un rumbo aparente. Los pies me dolían y el inmenso dolor ya insoportable para ese momento, me hizo caer de bruces casi al borde del desmayo.

Joder, sí que tengo que desmayarme con frecuencia aquí, eh.

Cuando el golpe amortiguó en mi rostro y el bosque se materializó en mi campo visual, pude sentir como un ruido hizo que me despertara del abismo que me estaba consumiendo. Era un sonido tenue, ligero y monocorde. Inconfundible al oído humano.

Abrí los ojos de golpe.

Un pequeño haz de luz tocó mi rostro. El resplandor proveniente de unos metros delante de mí me otorgó, desde luego, una gota de esperanza que ya había hecho por perdida en los últimos días de conciencia y lucidez.

Haciendo acopio de mis pocas fuerzas, me levanté como pude y a rastras percibí el olor salado del aire. Entonces, como un sueño, la playa se consolidó ante mis ojos. Desde ese momento, he estado tomando el preciado líquido que me proporcionan los frutos de las palmeras que cubren por lo que sé, gran parte de esta isla. Claro que he tenido que buscar otros métodos infalibles para sobrevivir pero supongo que cuando pierdes la noción del tiempo y cada segundo cuenta como importante, no solo tienes que agradecer cualquier cosa que consigas; sino, entender que lo que antes significaba como poco ahora se convierte en relevante.

Lanzo el coco ya consumido, éste cae en la blanquecina arena y golpea con un ruido sordo el centenar de frutos secos que he dejado esparcidos en estos días trascurridos. Mi alimentación a base de frutas y bayas, apenas puede saciar mi famélico apetito. De hecho, ya siento como he perdido gran parte de mi peso corporal y como mi cabello y barba han crecido mucho en los últimos días. A todas estas, ¿Cuántos días llevo aquí? ¿Semanas? ¿Meses?

La memoria me falla a ratos y he decidido aprovechar de anotar todo en la piedra caliza del acantilado que se ubica del otro lado de la isla. Así me será más fácil constatar lo que ocurre ante mis ojos y determinar por fin, que está ocurriendo aquí. Es algo extraño, nunca había visto un lugar tan espléndido y misterioso como este. En algunas ocasiones, escucho gritos por las noches, y eso me aterra; claro que hay animales salvajes aquí como los enormes monos aulladores que vislumbré hace tres días enzarzados en una pelea territorial. Y eso me deja un poco tranquilo. Pero, a veces, puedo sentir que los gritos tan fantasmagóricos como ensordecedores, me hacen pensar que realmente no estoy solo.

¿Me estaré volviendo loco?

No lo sé.

Pensar en esas cosas no ayuda para nada, así que despejo mi mente y me propongo a buscar mi refugio como de costumbre pues el crepúsculo ya se aproxima. Mis pies tocan la cristalina agua mientras camino por la arena. Mi indumentaria tuve que ajustarla al ambiente y ahora llevo puesto una bermuda que yo mismo creé con mis pantalones de tela hermética. Por su parte, la chaqueta de la armada que llevaba puesta cuando desperté en aquel desolado claro, la tuve que guardar y quedarme solamente con la franela que acostumbraba llevar debajo de la misma: es más cómoda y me refresca en momentos de extremo calor.

Suspiro cuando llego a la cueva que utilizo como refugio y que encontré entre las enormes rocas que están cerca del inicio del bosque. La vida me cambió por completo. Tuve que cambiar mi forma de pensar; de comer; de sentir; de vivir.

Tuve que cambiarlo todo, para poder sobrevivir a este ambiente hostil.

Y ahora, entre la soledad y el frío de esta pequeña caverna rocosa, solo me queda esperar que sea lo que me deparará el destino. 

La última travesía (En edición) Pronto En FísicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora