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Marzo, 1992.

Los goznes temblaron ante la fuerza ejercida por Margarita.

La figura observaba en silencio desde la oscuridad y cuando ella cruzó la pequeña estancia con evidente temor, se acercó en silencio para abrazarla.

— ¿Qué está sucediendo? –dijo tras soltarla—. Vine enseguida al recibir tu mensaje.

Margarita lanzó una mirada hacia la puerta y corrió deprisa por la sala que constituía su apartamento. Su ex-esposo la siguió sin dejar de hablar.

— ¡No entiendo nada de todo esto, Marge!

Ella ignoró el apodo que él había utilizado por cariño años atrás. No había mucho tiempo y debía ser rápida si quería salvar todo lo que más quería.

— ¡Explícame mujer!

Margarita giró y vio el rostro de él.

Vendrán por nosotros. –respondió—. Han estado al tanto de las noticias y vienen por mi... y por nosotros.

El énfasis que hizo en la última palabra ensombreció el rostro de su ex marido. Estaban hablando, sin duda, de su hijo que permanecía en las afueras de la ciudad para su entrenamiento militar.

Es imposible. Él no tiene nada que ver con esto.

Eso no les interesa, Lyams. Saben que lo que más me afecta es la vida de Jared y en cuestión irán por él para hacerme pagar por todo el revuelo causado.

El interludido no dijo nada. Al cabo de unos segundos, y observando las lágrimas en el rostro de Margarita, respondió:

Pero... ¿Por qué? ¿Qué ocultan?

Muchas cosas, al parecer. Estamos hablando de algo experimental y desconocido que quizás los ha puesto en evidencia con todo el mundo.

Lyams maldijo por lo bajo.

— ¿Nos matarán?

Ella negó con la cabeza.

No, si soy más rápida que ellos. –respondió.

Y le otorgó un sobre que este tomó y lo miró de manera inexpresiva.

Margarita... –empezó a decir.

Sálvalo, Lyams. Necesito que lo salves, por favor.

El hombre no dijo nada. Muchas interrogantes atravesaban su mente pero sabía que no había vuelta atrás. Margarita era una mujer de armas tomar y cualquier decisión que ella llevase a cabo, debía ejercerse sin ningún tipo de miramientos.

Es injusto. No quiero alejarme sin ti. –

Estás salvándolo y no podemos hacer más nada por lograrlo, Lyams. Huye, viaja muy lejos. Cámbiate el nombre y el de Jared, pero lárgate de una vez por todas.

De pronto, unos fuertes golpes en la puerta le provocaron un vuelco al corazón.

— ¡Abre la puerta, ahora!

Los golpes eran incesantes y los goznes temblaban tras cada crujir de la madera.

— ¡Sabemos que estás dentro! ¡Sal ahora!

Las lágrimas recorrían el rostro de Margarita y su esposo no tuvo más remedio que aceptar su decisión.

Escóndete. –dijo señalando el ascensor que llevaba a los pisos inferiores.

Cuando Lyams intentó retenerla la puerta cedió casi en su totalidad mostrando un puntero color verde proveniente de una mortífera arma.

Hazlo. –masculló tras lanzarle un beso con los labios.

Finalmente, y refugiándose en la oscuridad del sombrío ascensor, escuchó los gritos de Margarita cuando las detonaciones estremecieron todo el lugar.


Ocho meses después.

Noviembre 1992.

Australia, jueves por la noche.


Dejó la taza de café a medio tomar y subrayó con ímpetu la noticia de la prensa que había leído cinco minutos antes.

La muchedumbre trascurría con algarabía por la pintoresca plaza, embebida en sus conversaciones. Lyams, que ahora no se llamaba Lyams, dejó caer unas ligeras gotas sobre el papel. Las lágrimas recurrían cada vez y con más duración a lo largo de estos meses que había vivido a escondidas... en las sombras.

El titular parecía carcomerle lo más profundo de su alma. Era como si aquellas palabras le hicieran recordar sus peores miedos y su más temida pesadilla.

"Dos agentes policiales desaparecidos tras vuelo a Miami".

Él conocía de antemano que todo había sido una farsa. Él, más que nadie, sabía que aquella noticia que rayaba en la falacia era meramente un disfraz ante lo que conocía a ciencia cierta: era un motivo más por resolver. Le habían robado a su ex esposa, y su vida. Le habían robado su libertad y ahora le habían robado a su hijo: su único y adorado hijo.

¿De qué había valido cambiarse el nombre? ¿Qué había logrado con huir?

No había nada positivo en aquellas preguntas que le estremecían cada mañana. No había algo que pudiera hacer, salvo tomar venganza por sí mismo.

Se levantó con pesar del asiento y se aproximó a la cajera para pagar. Era una chica jovial con una sonrisa de ángel. Le recordó a su hijo y casi le dieron ganas de volver a llorar.

Son cuatro dólares, señor Mcfarlland. –avisó la mujer tras ver su facturación digital.

Mcfarlland pasó un manojo de billetes y se alejó en silencio por la adoquinada acera. Quizás no había un motivo fijo para seguir adelante, quizás no había un motivo para tomar las decisiones correctas.

Pero lo que si había, además de la inminente sed venganza, era un sentimiento austero que crecía más y más hasta que pasaran los próximos treinta años siguientes cuando ya se había convertido en profesor de historia de un prestigioso instituto en Florida.

Aquel sentimiento puro y genuino, era nada más y nada menos: que la esperanza. 

La última travesía (En edición) Pronto En FísicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora